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Debido a su actitud seguro de sí mismo, al principio, ella había tomado al capitán de rizos negros, altura mediana, fuerte y bronceado por el sol por un español. Sabía que los españoles eran orgullosos y arrogantes. ¡Con cuánto desprecio habló del mundo de la política y del comercio y les explicó los vínculos entre ambos, como si ella y el abu fueran unos cabreros incultos y medio salvajes! Y, además, ese generoso ofrecimiento de ennoblecer sus tejidos de seda con púrpura para después ofrecerlos en el gran escenario del mundo —que según su opinión era inalcanzable para ellos— solo para venderlos al mejor postor por poco dinero. Es verdad que no lo dijo exactamente de esa manera, pero a ella no podía engañarla, ¡ella le había descubierto el juego! Y si realmente le hubiera guiñado un ojo, supondría el colmo de la desvergüenza.

Pero al mismo tiempo no dejaba de caerle simpático. Le agradaban sus ojos brillantes y sus rizos negros y también sus grandes manos que al parecer estaban acostumbradas al trabajo y podían meterse a fondo con cualquier tarea. Pero lo que sobre todo le gustaba era su alegre desparpajo. Seguro que siempre estaría dispuesto a bromear; involuntariamente, Mirijam tuvo que sonreír.

Tendida en la cama con los brazos cruzados bajo la cabeza, Mirijam tardó en conciliar el sueño; la situación volvía a ser una de esas que le hubiera gustado comentar con una amiga que la comprendiese. No podía confiarse a su abu, dado que resultaba absurdo incomodarlo por un par de centelleantes ojos portugueses…

Era de suponer que el capitán ya había pasado por diversas experiencias, tanto peligrosas como bonitas, dado sus numerosos viajes por todo el mundo y seguro que ya se las había tenido que arreglar con toda clase de dificultades imaginables. Mirijam apoyó la mejilla en la mano derecha y se sumió en sus fantasías.

A la mañana siguiente, Haditha observó atónita cómo Mirijam se probaba diversos vestidos ante el espejo con mirada crítica, solo para volver a sacar otro atuendo del arcón y probárselo.

—La sal empieza a escasear en la isla de los Moluscos —dijo Haditha.

Su intento de conseguir que prestara atención al trabajo fracasó.

—Iré hasta allí más tarde, ahora no tengo tiempo —respondió su ama en tono distraído, y se probó un caftán con un ancho ribete en torno al escote.

—El portugués… —dijo Haditha después de un momento, al tiempo que observaba la curiosa actividad de Mirijam—, dicen que tiene una nave bonita.

El corazón le dio un vuelco y se sonrojó.

—¿De veras? Aún no la he visto —contestó con indiferencia fingida—. Por cierto, después el capitán Alvaréz acudirá al taller para examinar nuestras alfombras.

Mirijam se contempló en el espejo.

Con el tiempo, la muchacha se había convertido en una joven de buena presencia, a la que no obstante le desagradaba contemplarse en el espejo porque la abochornaba, aunque gracias a su rostro en forma de corazón, sus ojos ambarinos y los hoyuelos de sus mejillas podría haberse dado por muy conforme. Pero su nariz pronunciada y sobre todo los cabellos crespos y rebeldes suponían un fastidio. Apoyó la frente contra el espejo y disfrutó de su frescor.

Hasta ese momento su aspecto no le había interesado en exceso, así que, ¿por qué ese día sí? Se humedeció el dedo con saliva y se alisó las cejas.

—Dicen que pasó la noche con el capitão Antonio en la fortaleza; que llevó chorizos y carne de cerdo y que los comieron. Y que también bebieron vino —dijo Haditha, chasqueando la lengua con desaprobación: ella rechazaba todo lo que prohibía el Corán. Aunque era incapaz de leer el libro sagrado, no dejaba de respetar todas las prescripciones y prohibiciones, tal como le enseñó el imán.

—¿Por qué me lo dices? ¿Acaso hay carne de cerdo en nuestra cocina? ¿Por qué te preocupan las costumbres alimentarias de los cristianos? En casa comerá lo mismo que comemos nosotros —replicó Mirijam.

De vez en cuando, Haditha podía ser muy estrecha de miras.

—Por otra parte, el capitán Alvaréz nos visita para tratar de negocios y no para disfrutar de un banquete. Ve y dile a Cadidja que prepare el desayuno del sîdi.

Por fin optó por ponerse el nuevo atuendo de color amarillo pálido, con el fin de convencer al portugués de la belleza de sus otros colores elaborados por ella misma. A guisa de concesión, escogió un velo teñido de púrpura pero aún de un delicado color verde, que solo durante el transcurso de los siguientes meses y bajo el efecto del sol y del aire adoptaría un color rojo profundo. Cuando lo hubiese alcanzado dejaría de llevarlo: dentro de lo posible, aún evitaba llevar una prenda roja. Pero hasta ese momento, la tela ligera como una pluma le proporcionaría mucho placer.

Rara vez había empleado tanto tiempo en vestirse como esa mañana.

Cuando Mirijam entró en la habitación del abu Alí para compartir el té del desayuno, el viejo estaba sentado ante su escritorio. Tenía las manos apoyadas en un libro y al parecer lo había leído durante toda la noche.

—¿Qué opinión te merece él? —preguntó, y no pudo impedir que el rubor le cubriera las mejillas.

¿A qué se debía ese repentino cosquilleo en el estómago? Se atareó en ordenar las tazas en la bandeja antes de servir el té e inmediatamente un aroma fresco a hierbas inundó el recinto.

—Deja que lo adivine: hablas del capitán Alvaréz, ¿no? —dijo el abu Alí, riendo, pero después le apoyó una mano en el brazo—. Claro que sé de quién hablas. Bien, el capitán es joven y fuerte, y sus metas son ambiciosas —añadió—. Tiene toda la vida por delante. La pregunta más bien es la siguiente: ¿qué opinión te merece a ti?

A excepción de algunos soldados y aduaneros portugueses que habitaban en su propio mundo tras las murallas de la fortaleza, el capitán Alvaréz era el primer europeo que había visto en años. ¿Cómo podría juzgarlo precisamente ella?

—¿Yo? ¿Por qué yo? Vaya, bueno… Creo que lo que nos ofrece en cuanto a los negocios supone realizar una reforma considerable en la tintorería, pero que sería perfectamente posible —dijo Mirijam, reflexionando en voz alta y procurando hablar en tono objetivo—. Debiéramos construir numerosas cubas nuevas, triplicar nuestra provisión de sal o incluso cuadriplicarla, montar nuevos cobertizos para el secado y realizar el teñido más de tres veces anuales como hasta ahora. Pero puede que tenga razón al hablar de buenas perspectivas de obtener ganancias, en todo caso si no nos ha contado una sarta de mentiras sobre sus socios.

—¿Te has pasado la noche haciendo cálculos y planes? Porque entonces pareces más interesada y debieras aceptar su ofrecimiento —dijo el médico, que no quitaba la vista de ella—. Aguarda un poco con las cubas suplementarias y los secaderos, pero haz una prueba. Creo que hacer un intento no supone un riesgo demasiado grande. En el peor de los casos, tal vez hubieses trabajado en vano durante cierto tiempo, pero habrías ganado en experiencia y considero que en caso de emergencia, se lo podría considerar una recompensa. Y en caso de que la prueba te satisfaga, amplías la tintorería y… ¿qué fue lo que dijo Alvaréz? Sí: montas el asunto con gran estilo.

En la hilandería ya había dos bultos de tela aguardando a Mirijam. Uno consistía en un tejido de seda de color claro y brillante y el segundo de finísimo algodón blanqueado. Mirijam rozó las delicadas telas con los dedos: eran agradables al tacto y seguro que resultarían sencillas de teñir.

—Un marinero los trajo poco después de la madrugada; dijo que su amo se retrasaría debido a una entrevista con el comandante de la fortaleza.

Hussein, el responsable de la hilandería, le transmitió la información con un gruñido, se apartó y bebió un sorbo de té.

«Todos los días la misma historia», pensó Mirijam, sonriendo. Las primeras horas de la mañana no eran un buen momento para Hussein, que solo despertaba del todo alrededor de mediodía. Pero apreciaba a ese hombre sincero: no solo era diligente, a su manera también era un artista. Sin su apoyo, las tejedoras nunca hubiesen aprendido a tejer los nuevos motivos de las alfombras en la densa urdimbre con tanta rapidez. Mirijam sabía que a él no le agradaba demasiado verse obligado a obedecer a una mujer; no obstante, ambos trabajaban bien juntos, a lo mejor debido a que sîdi Alí aún era el propietario de la tintorería y del taller, y por tanto el patrón de Hussein.

—No tengo inconveniente, al fin y al cabo tenemos mucho que hacer incluso sin su presencia.

Tenía razón, claro está, pero Mirijam soltó un suspiro involuntario.

Por desgracia, cuando por fin entró al taller, el capitán Alvaréz no demostró mayor interés por el bonito color azul, el verde suave o el maravilloso y luminoso amarillo azafrán de las alfombras y las mantas. Solo tenía ojos para el precioso rojo púrpura.

—Tened presente, senhora Azîza, de qué se trata —dijo, y volvió a carraspear por enésima vez, sin dejar de rozar un suave paño de lana azul con los dedos, pero ¿es que realmente lo veía? En vez de examinar las telas, no dejaba de mirarla a ella.

Mirijam bajó la vista y tironeó de su velo; ella tampoco estaba a lo que se está y, más que a sus palabras, prestaba atención al tono y a la calidez de su voz.

—Las mejores telas entretejidas de hilos dorados provienen de Florencia, el damasco más pesado de Levante, las puntillas más delicadas de Brujas y los paños de lana más bonitos de Inglaterra.

Mientras que el capitán volvía a atascarse, ella parecía abstraída. Entonces él le cogió ambas manos.

—Estoy hablando de mercaderías de primera clase, a saber, por las que se puede obtener el precio deseado.

Mirijam asintió con la cabeza. Las manos del capitán parecían fuertes al tacto e irradiaban tibieza, una oleada de tibieza que invadió todo el cuerpo de la joven. Y, avergonzada, bajó la vista. El capitán también dudó un instante, como si se hubiera quedado sin habla, pero luego volvió a controlarse. Carraspeó y dijo:

—Bien, lo que quería decir es lo siguiente: de momento, esta magnífica seda de la India es difícil de obtener, pero por lo visto, todo el mundo la ansía, justamente por eso. Los seres humanos son así: las rarezas despiertan su codicia por poseerlas.

Alvaréz soltó una carcajada bondadosa, como si considerara que esa debilidad humana fuese encantadora y completamente natural.

—No obstante, tengo un apoderado de confianza en Malta que podría enviarnos la mejor seda india a través del puerto de Iskenderun. ¡He evitado cuidadosamente preguntarle por qué medios la consigue! Esta mañana os he hecho enviar un bulto de esa seda, senhora Azîza. ¿Os ha gustado? A que es preciosa, ¿verdad?

Mirijam retiró las manos de las suyas y las apoyó en la lustrosa superficie de la seda. Era muy agradable al tacto y no pudo evitar rozarla una y otra vez. ¡Era tan suave y delicada…! Quizás un vestido confeccionado con ella se pegaría al cuerpo, al pecho y a las caderas… Mirijam volvió a sonrojarse.

Sin mirarlo, sabía que él observaba cada uno de sus movimientos.

¿Acaso se lo estaba imaginando o en realidad cada pensamiento, cada mirada y cada palabra que intercambiaban albergaba más de un significado?

Se apresuró a quitar la mano de la seda, cogió una hebra de lana y la estrujó. La lana era resistente y sólida al tacto. Le resultaba familiar. Sabía a qué atenerse con la lana, pero ¿con la seda? Mirijam volvió a enrojecer.

El capitán parecía estar aguardando una respuesta. ¿Qué debía decirle? Porque al fin y al cabo no podía confesarle que la turbaba y que la desconcertaba. Además, no podía decirle que justamente teñir telas de color púrpura era la tarea que menos le agradaba. Ese rojo luminoso creado por sus propias manos… ¡era un color horroroso!

Mirijam cogió una madeja de lana teñida por ella misma y la depositó sobre la seda. Separó los hilos individuales y trató de imaginar esa seda teñida de púrpura «como la sangre derramada».

Hussein la observaba, estaba de pie bajo una de las ventanas y seguía cada uno de sus movimientos, al igual que Haditha al pie de la escalera, pero al capitán ambos observadores no parecían molestarlo.

Estaba a su lado, tan próximo que Mirijam percibió el calor de su cuerpo. Por lo visto había visitado el hamam hacía poco, puesto que ella percibió un aroma a jabón, aire marino y madera, combinado con el dulzor de una especia desconocida. Él apoyó la mano izquierda junto a la suya sobre la seda cubierta de hilos de lana.

«Es una mano bondadosa y que despierta mi confianza —pensó la joven—, y qué brazos tan fuertes…». Entre esos brazos podría olvidar todo lo que la rodeaba y sentirse protegida. Mirijam pegó un respingo.

—Pero no tengo ninguna experiencia con respecto a la seda —dijo en voz baja.

—¡El resultado será maravilloso! —replicó él, y de pronto su voz se volvió áspera—. ¡Estoy absolutamente seguro!