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Habían emprendido el viaje justamente entonces, a principios del comienzo de las tormentas otoñales, pero ¿acaso tenía otra opción? Miguel de Alvaréz, el timonel de la San Pietro, entrecerró los ojos y echó un rápido vistazo en torno. Que precisamente el capitán Da Palha estuviera al mando era mala suerte, una mala suerte considerable. Si no hubiese sido por la furibunda familia de la dulce Aurelia con quien había intimado durante las pasadas semanas, incluso intimado mucho, jamás habría pisado una nave comandada por Felipe da Palha. Pero resulta que Aurelia tenía dos hermanos y además un padre sediento de venganza que le pisaban los talones… ¡Dadas las circunstancias, hasta podía considerarse afortunado! No solo porque la San Pietro se disponía a zarpar: al parecer el timonel originalmente contratado había desaparecido por completo, ofreciéndole su puesto en bandeja de plata, por así decir. «Sí —pensó—, supongo que he de tomármelo como una coincidencia afortunada, puesto que de ese modo logré volver a escapar del matrimonio una vez más, graças a Deus!».

Miguel alzó la nariz y venteó en todas direcciones como un perro, pero no percibió nada: ni tierra, ni una isla ni una costa. Hacía días que el viento soplaba del noreste, pesadas nubes ocultaban las constelaciones y los chaparrones no dejaban de caer en cubierta. Entretanto, estaba absolutamente convencido de que las corrientes los habían arrastrado a gran distancia hacia el oeste. Hacía tiempo que los puntos fijos de navegación a lo largo de las costas habían desaparecido, la lluvia se había tragado las islas hacia las que se dirigían y resultaba imposible determinar la posición de las estrellas o del sol mediante el cuadrante o el astrolabio. Si las cosas no cambiaban, seguirían a la deriva en el océano hasta alcanzar las nuevas posesiones españolas que el bocazas de Cristovâo Colombo había descubierto.

Pese a las velas empañicadas, el bergantín rolaba y cabeceaba violentamente.

«Menos mal que la tripulación conoce su oficio», pensó Miguel, y se aferró al timón con ambas manos; sin embargo, Dios sabe que el capitán hacía honor a su fama de navegante de agua dulce. Si Da Palha se molestara en consultar las cartas náuticas de Miguel, este podría demostrarle que habían emprendido el rumbo equivocado. El propio Miguel ni siquiera se veía obligado a recurrir a las cartas de Piri Reis, el cartógrafo osmanlí, de las que ya se había hecho confeccionar copias en secreto hacía cierto tiempo. También los instrumentos de navegación en general solo le servían para constatar lo que ya sabía. Siempre había llevado ese saber acerca de los movimientos de la mar y las costas en la sangre: olía tierra firme, si esta estaba al alcance de su olfato.

¿Y acaso entonces la olía? Claro que no, por eso sabía con toda seguridad que Da Palha había emprendido el rumbo equivocado. Solo la corriente ya los arrastraba con demasiada velocidad como para que pudieran encontrarse próximos a tierra firme. Ello podía significar su perdición, porque no tenían provisiones suficientes para pasar meses en el mar. El par de cabras y gallinas que había a bordo tal vez bastarían para un par de semanas, pero nunca para más tiempo, y el agua también empezaría a escasear.

Pero Felipe da Palha, con su camisa plisada italiana, su elegante abrigo, la moderna capa abierta guarnecida de piel, su afectado bastón y sus guantes bordados, consideraba que comentar las decisiones tomadas con un mero timonel estaba por debajo de su dignidad como capitán. En cambio, ya hacía dos días que lo mantenía ocupado con tonterías infantiles que cualquier necio podría haber realizado.

En ese momento una ola barrió la cubierta y casi derriba a Miguel, pero logró aferrarse y también dominar la San Pietro, esa nave excelente, que poco después volvió a flotar como un corcho en el mar embravecido.

Pese al viento, Cornelisz van Lange también estaba en cubierta. Se aferraba con ambas manos a los cabos tendidos en cubierta debido a la tormenta y contemplaba el mar embravecido. Se alzaba y descendía como un cuerpo inmenso; el violento oleaje, su fuerza y la espuma lo atemorizaban y fascinaban a la vez. ¿Es que de verdad resultaba necesario emprender ese viaje precisamente entonces, cuando empezaban las tormentas del otoño? Pero su padre había insistido en zarpar ese año, a pesar de la proximidad del invierno, y, una vez tomada una decisión, a Willem van Lange le desagradaba dar marcha atrás. Un ejemplo de ello era su actitud frente al deseo de su hijo de aprender el arte de la pintura. Su hijo y heredero… ¿un pintor? Tonterías, ni hablar y punto.

Aunque para Cornelisz no había nada más importante que su pintura y aunque los asuntos relacionados con el comercio y los negocios lo aburrían a más no poder, le resultó difícil poner reparos a los deseos de su padre o de oponerse a ellos. Ese era su mayor problema: su falta de voluntad. A diferencia de otras personas capaces de reunir argumentos, desarrollar una convicción y comprometerse claramente con ello, Cornelisz vacilaba. Para él, las contradicciones y las diferencias existían unas junto a las otras, como si se trataran de parejas con los mismos derechos. El amor y el temor, la seguridad y la vulnerabilidad, la confianza y la duda… Cornelisz solía oscilar entre emociones incompatibles. Su padre consideraba que dicho desgarro indicaba debilidad, dado que él siempre era capaz de tomar decisiones rápidas de las que estaba seguro, así que, ¿cómo podía comprender a su hijo? No obstante, pese a su carácter severo y su actitud frente a la vida opuesta a la suya, Cornelisz amaba a su padre y anhelaba agradarle, como es natural. Pues entonces, ¿por qué siempre sentía cierto temor frente a él? Y su inseguridad, ¿realmente solo se debía a su juventud, como afirmaba su padre? Hacía años que había dejado de ser un niño, incluso su padre se había dado cuenta de ello cuando hacía poco tiempo se lo llevó a su propia agencia.

—Ya eres un adulto. Es hora de que aprendas las conexiones de nuestra empresa más a fondo que antes. Te aguardan alianzas, sociedades y relaciones comerciales ampliamente ramificadas, cuyos vínculos has de conocer y comprender —dijo, para fundamentar su decisión. Las tímidas súplicas de Cornelisz de que al menos lo dejara formarse en uno de los grandes talleres de pintura, aunque fuera durante un tiempo, fueron rechazadas con ademán desdeñoso.

La decisión no lo sorprendió, desde luego, pero ¿por qué de pronto su padre tuvo tanta prisa de apartarlo de Cohn y llevárselo a su propia agencia? ¿Acaso porque el abogado Cohn lo había mantenido apartado de todos los asuntos importantes? ¿Es que en su momento, su padre especuló que su hijo aprovecharía la oportunidad para investigar los negocios del abogado? No obstante, a él, que solo era un aprendiz, no le confiaron nada importante. Se vio obligado a limitarse a copiar listas durante todo el día y las únicas informaciones a las que tenía acceso solo eran asuntos de poca monta. Sin embargo, tuvo que aguantarse y malgastar más de dos años realizando tareas insensatas y estúpidas.

Entretanto, el comercio de tejidos, antaño la principal actividad de la casa Van de Meulen, había caído en decadencia, porque el abogado concentró sus negocios en la minería; al menos de eso se enteró Cornelisz. El abogado estaba interesado en la plata y otros metales, cuya explotación había encargado a una sociedad formada por diversos empresarios allá, en la lejana Alemania. Nadie conocía los detalles de dichas empresas, por no hablar de quiénes eran los clientes, qué empresarios participaban en ellas o quién había acordado qué con quién. Esa clase de negocios eran nuevos en Amberes y a nadie le agradaba que un recién llegado se le adelantara. Pero no era lo único que le tomaban a mal al abogado: había dos cosas más: por una parte el secretismo con el que actuaba, pero sobre todo que realizara sus negocios en colaboración con socios londinenses y no con las compañías de Amberes. Ninguno de los empresarios de Amberes fue incluido; sin embargo, los agentes y las empresas extranjeras que actuaban entre ellos pero no los dejaban participar en los negocios ni echarle un vistazo a sus libros, era lo último que los amberinos estaban dispuestos a tolerar en su ciudad. Así que ignoraban y dejaban de lado a Cohn cada vez que se presentaba la oportunidad. Sin embargo, las cajas del abogado no dejaban de llenarse, si es que uno daba crédito a los indicios provenientes del círculo de los banqueros. No obstante, Cornelisz nunca logró averiguar nada preciso y tampoco fue capaz de reunir información sobre negocios poco habituales o especialmente lucrativos, y tampoco sobre cifras o nombres.

Al igual que los otros empresarios de Amberes, también Willem van de Lange acabó por molestarse debido a las prácticas comerciales poco transparentes del abogado Cohn. Por eso sacó sus conclusiones y se llevó a su hijo y heredero de la agencia, y le ordenó que trabajara en su propia agencia. Ya el primer día le dijo a Cornelisz que dejara todo el papeleo en manos de los aprendices de escribientes: como su sucesor, ya no tendría que permanecer sentado ante un pupitre con los dedos manchados de tinta. En cambio, ambos asistían a las sesiones, el término utilizado para referirse a las reuniones íntimas entre otros comerciantes y concejales. Oficialmente, se trataba de preparar las decisiones del consejo municipal, pero en realidad el tema central estaba relacionado con sus propios negocios.

Cornelisz detestaba esas reuniones, en las que no podía hablar con nadie sobre el tema que le interesaba a él, de modo que siempre se sentía de más y fuera de lugar. En el pasado, ya habían supuesto correr baquetas. Es verdad que los amigos de su padre le palmeaban amistosamente la espalda y charlaban con él, le preguntaban por sus preferencias y progresos, incluso reían y chanceaban con él hasta que llegaba el momento en el que le hacían un auténtico examen. ¡Y ese momento siempre llegaba! Y también esa vez: el concejal Schulte lo había interrogado sobre las pesas y medidas de Hesse y todo acabó como era de esperar. Entonces, cuando buscó la mirada de su padre, ruborizado y tartamudeando, este desvió la suya y lo dejó en ascuas.

«Allí donde otros padres tienen el corazón —pensó Cornelisz y no por primera vez—, el mío tiene una voluntad».

—Has de ser preciso, decidido y rápido, y tomar las medidas necesarias sin titubear —era una de las frases preferidas de su padre. Para él solo eran palabras vacías, pero su padre vivía y actuaba según ellas. ¿Cómo sería eso de saber siempre qué había que hacer?

Ese viaje también resultaba excitante para Cornelisz en el mejor sentido de la palabra, puesto que le ofrecía la oportunidad de estudiar los colores del mar embravecido con la mirada de un pintor. Verde azulado, gris verdoso, azul grisáceo atravesado por estrías, vetas y velos amarillentos y blancos… ¡unos matices nunca vistos con anterioridad! Pese al temor que le infundía el océano infinito, no lograba despegar la vista del espectáculo fascinante que cambiaba con cada ola y a veces reflejaba el claro azul del cielo en cada gota. ¿Dónde acababa el agua y empezaba el cielo? Allí, donde creyó vislumbrar el horizonte, la separación entre ambos elementos matizados de gris resultaba irreconocible, todo se movía y se volvía borroso.

Una vez más, las enormes olas que se elevaban y rompían cubiertas de espuma atraían su mirada: esa abundancia de matices no guardaba ninguna relación con los pálidos colores del río Schelde. Su propia selección de pigmentos, bastante pobre por cierto, jamás alcanzaría para cautivar ni un pequeño fragmento del mar salvaje, sobre todo le faltaban el azur, el lapislázuli y la malaquita. Pero incluso si las posibilidades ofrecidas por su paleta fueran suficientes y diera con los colores idóneos, ignoraba si sería capaz de representar el poderío de las aguas. Quizá carecía del talento suficiente. Por ejemplo: ¿acaso sabía manejar el pincel para imitar el movimiento de las olas o de aquel resplandor que se abría paso entre las nubes?

—He de hablar contigo, Cornelisz.

La voz de su padre lo arrancó de sus cavilaciones. Desprendió la mirada de las olas, se abrió paso a través de la cubierta hasta el camarote de popa y cerró la puerta detrás de sí.