16

Con la capa ondeando y dando largas zancadas, el viejo recorrió las calles a toda prisa aferrando a Mirijam de la mano; le dolía la cabeza debido al puñetazo del vendedor de esclavos y la caída desde el estrado. También le dolían los pies, la espalda y el bajo vientre y… ¡En realidad, le dolía todo el cuerpo! Además estaba muerta de frío y, en vez de abrigarla, la manta empapada por la lluvia le pesaba en los hombros. Hubiera preferido no dar ni un solo paso más y ocultarse en alguna parte para poder llorar.

¿Adónde se dirigía el anciano? Dijo algo acerca de una partida inmediata y después se preguntó si no sería demasiado tarde. ¿Hablaba con ella o para sus adentros? Él también hablaba en francés, como muchos de los lugareños, en todo caso todos los traficantes de esclavos, y, al parecer, coligió que ella también comprendería sus palabras. No obstante, Mirijam comprendía lo que decía, pero no el sentido de sus palabras. ¿Qué significaba Chekaoui, y qué funduk, grand erg o Tadakilt? Cuanto más hablaba, tanto menos entendía y tanto mayor era su confusión. Por fin abandonó el intento.

¿Qué quería ese desconocido de ella? Había fingido protegerla, pero después le pagó dinero al vendedor. ¿Es que ahora era su esclava? Ya era un anciano, quizá lograría escapar de él, ocultarse en alguna parte en medio del caos y después ir en busca de Lucia.

Como si le hubiera adivinado el pensamiento, el viejo le cogió la mano con más fuerza aún. Incluso le rodeó los hombros con el brazo cuando se acercaron a una puerta de la muralla soberbiamente decorada e hizo caso omiso cuando Mirijam intentó retroceder.

—Bien, ya hemos llegado a Bab-al-Garb, la puerta occidental de Argel —dijo—. Allí atrás, en el caravasar, aguardan mis criados, la mula de carga y mi caballo. Allí junto a los árboles, ya puedes ver la muralla.

El viejo saludó a los guardias apostados ante la puerta que registraban minuciosamente a todos quienes la atravesaban.

—Que Alá bendiga tu camino, sîdi —gritó uno de los guardias—, y que hagas buenos negocios.

El viejo alzó una mano para agradecerle el saludo, pero sin soltar a Mirijam con la otra, luego siguió caminando a toda prisa.

Los dedos del anciano casi le aplastaban la muñeca, así que una huida resultaría imposible. Tendría que aguardar a que se presentara una oportunidad mejor; varias veces Mirijam volvió la vista hacia atrás y contempló la ciudad, ese conjunto de casas altas, ese laberinto de calles, callejuelas, plazas, cúpulas y torres. En algún lugar, en una de las casas, se encontraba Lucia…

En cuanto llegaron al caravasar, un hombre negro alto y fornido con un turbante en la cabeza apareció bajo un árbol.

—Te saludo, sîdi —dijo, y le lanzó una mirada curiosa a Mirijam—. Todo está preparado, tal como tú mandaste, podemos partir.

Indicó algunas mulas cargadas, un burro forzudo y un caballo ensillado que aguardaban bajo las arcadas. Luego volvió a mirar a Mirijam.

—Muy bien, Chekaoui, excelente. Esta es nuestra nueva esclava. Al fin y al cabo, hace tiempo que la signora insiste en que necesita ayuda. Sin embargo, esta pequeña no podrá recorrer todo el camino a pie, así que descarga la mula para que pueda montar en ella. Pero después hemos de emprender la marcha a toda prisa —dijo el viejo.

La silueta de la ciudad no tardó en desaparecer tras las colinas y la llovizna. El paisaje se volvió rocoso y se notaba la presencia de las montañas cercanas. El criado, montado en el burro, seguía un sendero irregular apenas visible, detrás de él cabalgaba el anciano; se había arrebujado en su manto con capucha y avanzaba a paso lento, pero Mirijam se quedaba cada vez más atrás. El camino era cansado y con cada paso de la mula una punzada de dolor le atravesaba el cuerpo y se tambaleaba en el estrecho lomo del animal, aunque se aferraba a sus cortas crines.

—Has sufrido graves heridas, ¿verdad? —preguntó el anciano en tono preocupado, y se apeó del caballo—. ¿Te torturaron en las mazmorras?

Mirijam asintió desviando la mirada. El anciano la imitó, pero su mirada cordial se ensombreció.

—Ven, descansa un momento —ordenó, la ayudó a desmontar y luego extrajo unos paños de sus alforjas y se los tendió—. Cógelos y úsalos para acolchar la silla. Después te sentarás de costado en el lomo de la mula.

Pero al ver con cuánta torpeza Mirijam manejaba los paños, él mismo formó un cojín blando y lo sujetó al lomo de la mula.

—Bien, ahora todo irá mejor —dijo por fin—. ¿Cómo te llamas y de dónde vienes?

Cuando Mirijam guardó silencio, dijo:

—Soy Alí el-Mansour, señor de la alcazaba y el oasis de Tadakilt. Allí me llaman sherif hakim, el honorable médico, porque soy un experto en la ciencia médica. Con la ayuda de Alá ya he logrado ayudar a numerosas personas y liberarlas de sus dolencias.

Mirijam siguió callada.

—¿Por qué no contestas? Me comprendes, ¿verdad? —preguntó Alí el-Mansour con una sonrisa satisfecha cuando Mirijam asintió con la cabeza—. Así que realmente no hablas, como afirmó el traficante de esclavos. ¿Acaso has prestado un juramento?

Muda, Mirijam negó con la cabeza.

—Pero de lo contrario hablas, ¿no? Alguna vez has hablado, quiero decir.

Esa vez ella asintió con vehemencia, abrió la boca pero solo soltó un graznido. ¡Qué pena! Mirijam desvió la mirada.

—Bien, eso lo aclararemos más adelante. En todo caso, intentaré ayudarte también a ti. Mis hatillos contienen diversas hierbas, semillas y esencias con las cuales esta noche te prepararé un remedio, pero de momento coge esto —dijo, y le tendió una pequeña bola marrón—. Póntela debajo de la lengua, deja que se disuelva en tu boca y verás que el dolor no tardará en desaparecer.

¿Pretendía que se metiera esa cosa en la boca? ¡Aún recordaba el remedio del hechicero sarraceno del barco! Mirijam negó con la cabeza.

—¡Oh, sí, tomarás esa píldora! —afirmó el médico—. Porque has de cabalgar más rápido —añadió—, de lo contrario no lograremos llegar hasta el próximo albergue antes de la oración de la noche. Y no pasaremos la noche aquí fuera, en el desierto, donde estamos expuestos al frío, la lluvia y, en esta época del año, incluso a la nieve. Soy demasiado viejo para hacerlo.

Alí el-Mansour volvió a tenderle la pequeña bola.

Ella sabía que no le quedaba otro remedio. Entretanto, había comprendido que de todos modos una huida era impensable, pues no había tenido en cuenta una cosa: ¿dónde había de buscar a Lucia en la gran ciudad de Argel con sus innumerables casas y huir con ella? ¿A quién podía recurrir, puesto que carecía de voz y desconocía la lengua? Claro que la buscaría y también la encontraría y ambas abandonarían esta tierra, pero solo más adelante, cuando se hubiese recuperado y recobrado el habla.

Parpadeó para eliminar las lágrimas y se introdujo la bolita bajo la lengua.

El viejo la había observado, procurando interpretar su expresión sombría; cuando por fin se metió la píldora en la boca, sonrió con satisfacción. Después la montó en la mula, sujetó la brida a la silla de su caballo y ambos continuaron viaje.

El sherif hakim reflexionó. En todas las mazmorras sometían a los prisioneros a una violencia brutal y a las peores maldades, ni siquiera se detenían ante una criatura tan delicada como esa pequeña. ¡Con cuánta frecuencia ya había ayudado a los maltratados!, también a aquellos que maltrataban en el bagno de Al-Djesaïr. Y a menudo había considerado que Alá, el dios omnisciente, no le había asignado ese lugar en la vida por casualidad, ese que ya ocupaba desde hacía años. Para él, ayudar a las personas y curarlas no solo era un deber o una tarea loable, era la ley.

Dirigió la vista hacia atrás y vio que su nueva esclava se aferraba a las crines de la mula medio aturdida y que se bamboleaba de un lado al otro con cada paso del animal, pero parecía ser bastante resistente. Le recordaba a alguien, pero no logró recordar a quién; sí, pensó, todo está predestinado. Y todo tiene su sentido aunque uno no lo descubra a primera vista.

En su vida anterior, cuando aún era el cristiano Giuseppe Ferruci, tras estudiar medicina en Bolonia no solo la había ejercido en las casas de las familias aristocráticas de su ciudad natal de Génova. También había vendado heridas y tratado toda clase de epidemias en los barrios pobres y en el puerto. Antaño había aprendido mucho, en realidad gran parte de su profesión, entre los más pobres de los pobres.

Una vez más, dirigió la mirada a la nueva esclava. ¿A quién le recordaba? Vaya, le vendría a la memoria cuando fuera necesario. Quizás había cedido al impulso de comprar la niña precisamente debido a ese recuerdo borroso, pensó, porque en realidad no le resultaba necesaria para realizar las tareas del hogar, a pesar de lo que opinara su cocinera. Por otra parte, hacía tiempo que había aprendido a cumplir con sus deseos, puesto que no la llamaba la signora en vano, y al pensar en la severidad con la que dirigía a los criados, el castillo y su hogar sonrió, divertido.

Trató de rememorar lo que le había ocurrido antaño, cuando él mismo se convirtió en esclavo. Cierto día, durante un viaje a Sicilia, su nave fue atacada y todos quienes se encontraban a bordo vendidos como esclavos. Él tuvo mucha suerte: gracias a su profesión escapó del destino de los galeotes, porque el pachá de Al-Djesaïr tenía necesidad de buenos médicos; Al-Djesaïr, como los corsarios denominaban su ciudad, un escondrijo de mala fama situado en la costa berberisca. Hombres con conocimientos médicos escaseaban en todas partes, tanto en las naves como en tierra y tanto los amigos como los enemigos caían enfermos. Entretanto, muchas personas le debían la vida, y entre ellas, también el hijo mayor del pachá. En aquel entonces estaba afectado por una fiebre muy intensa, que por cierto resultaba muy fácil de curar si uno disponía de los medicamentos adecuados y sobre todo cuando el enfermo era tan fuerte como aquel muchacho. Y cuando él —al igual que muchos otros cristianos— se convirtió al islam y se transformó en un hombre libre, el pachá, el más importante soberano de los berberiscos, le traspasó el castillo junto con el productivo oasis de Tadakilt situado en el gran desierto, en agradecimiento por haber salvado a su hijo.

«Se vive muy bien allí», pensó, tal como ya lo había hecho cientos de veces. Había creado un refugio bonito y confortable en la alcazaba de Tadakilt. Allí no carecía de nada, así que, ¿para qué regresar a Génova o a Italia? Hacía mucho tiempo que no echaba de menos su antigua tierra natal, en algún momento esa nostalgia por los lugares de su infancia y su juventud había desaparecido. En la alcazaba abundaba el agua, los frutos del oasis alimentaban a él y a su gente y su condición de médico respetado y de erudito le permitía vivir aislado y concentrarse en su amplia biblioteca científica, así como en investigar las constelaciones y dedicarse a estudiar la alquimia; dichos estudios ocupaban sus días y a menudo sus noches en vela. Claro que lo uno o lo otro podrían haberlo impulsado a emprender nuevos viajes, puesto que el mundo estaba repleto de enigmas sin resolver… pero hacía mucho tiempo que esos secretos habían dejado de despertar su interés.

Esa noche le preguntó qué le habían hecho en las mazmorras.

—¿Te golpearon?

Mirijam negó con la cabeza: no diría nada, no explicaría nada, había decidido firmemente que ni siquiera pensaría en ello. Apretó los dientes y bajó la vista.

—¿Entonces te forzaron de otra manera? ¿Te quitaron tu virginidad?

Mirijam trató de reprimir las lágrimas. ¿Por qué la martirizaba con sus preguntas? De pronto, volvió a invadirla el horror, trató de respirar, era como si la asfixiaran, como si las manos del gordo escribiente volvieran a cubrirle la boca y la nariz y…

—Tranquilízate, hija mía, tranquilízate. Ya te he dicho que soy médico, un hakim como dicen aquí. Nada me resulta desconocido. Ni los dones ni los actos nobles, pero por desgracia, tampoco las crueldades y las maldades de las que son capaces los seres humanos —dijo, le cogió las manos y las acarició. El roce delicado de sus dedos resultaba cálido, suave y agradable. Poco a poco, Mirijam se calmó y logró respirar sin dificultad.

»¿Fue aquí? —preguntó él en voz baja, y apoyó la mano en su vientre y, cuando Mirijam pegó un brinco hacia atrás, le lanzó una sonrisa triste.

Ella negó con la cabeza. ¿Podía confiar en ese médico viejo y amable de ojos azules? A diferencia del sanador de a bordo, irradiaba bondad y sosiego, como si realmente ya hubiese conocido todo lo bueno y todo lo malo de este mundo, tal como acababa de afirmar. Seguro que podía ayudarla, incluso quizá supiera adónde habían llevado a Lucia…

Mirijam bajó la vista. Finalmente hizo un esfuerzo y, roja de vergüenza y vacilante, señaló sus posaderas.