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Ya hacía más de tres años que lo habían acogido en la casa de Anahid, enfermo y con una pierna fracturada, pero incluso en la actualidad no tenía muy claro cómo había ocurrido. Todo se desarrolló en medio de la mayor confusión, sobre todo cuando la noticia del naufragio de las naves cargadas con las mercancías de su padre circuló por la ciudad. Además, en aquel entonces Miguel no dejó de hablar de que en un caravasar alguien le habló con gran entusiasmo de una nave y que, tras reflexionar, decidió comprarla. ¡Se vio obligado a escuchar todos los detalles y encima en una época en la que apenas había recuperado el oremus!
Pero en aquel entonces, mientras su fiebre se reducía, Cornelisz se había enamorado de su bonita enfermera, quien, en cuanto sanó, se lo llevó a su cama; desde entonces él y Anahid vivían juntos. ¿Y acaso no era feliz, acaso la vida en esa bella morada con sus patios interiores llenos de fuentes, rosales y otras flores perfumadas no era maravillosa, libre de preocupaciones y sumamente confortable?
Cornelisz dio una calada a la pequeña pipa de arcilla y de inmediato volvió a sentir ese mareo ligero y placentero y dejó vagar sus pensamientos.
—Amigos míos —dijo con los ojos cerrados y apoyado contras los blandos cojines, al tiempo que el resto del humo surgía entre sus labios—, esta hierba es magnífica. Me recuerda a la mañana en las montañas del Atlas, cuando fumé mi primera pipa de kif. Había pasado la noche anterior en una gruta de la montaña, ¿ya os lo he contado alguna vez? —preguntó—. En aquel entonces, el kif me dio alas: volé por encima de valles, vi los árboles y la nieve cubriendo las cimas y colores brillantes y centelleantes.
Cornelisz alzó la cabeza y miró en derredor: estaba solo, sus huéspedes lo habían abandonado. Entonces volvió a recordar que hacía un momento lo habían besado en las mejillas y que él los saludó con la mano.
Sabía que fumaba demasiado y en consecuencia se encerraba en sí mismo o parloteaba sin parar, algo que detestaban sus amigos Mohammed y Saleh. Quizá por eso se marcharon pronto, pero eso le daba igual, no le importaba, nada le interesaba. Se repantigó en los cojines, estiró sus largas piernas y se sumió en sus recuerdos.
Además de los amplios pantalones y la larga camisa, Cornelisz llevaba una chilaba al igual que los lugareños, pero sus ojos claros bajo el chêche apresuradamente anudado y sobre todo su barba cobriza demostraban que no era uno de ellos. Y sus manos delgadas de dedos delicados también proclamaban que jamás se había visto obligado a trabajar duro para ganarse el pan. Jugueteaban ociosas con su gris-gris, un pesado amuleto triangular de plata que le había regalado Anahid.
Cuando se llevó la copa de infusión de hierbabuena a la boca, la mano le temblaba; la dejó a un lado y volvió a meter la mano en su pequeño saco de cuero para recargar la pipa. Ese día también experimentaba esa inquietud que lo corroía, esa oscura sensación que lo ponía nervioso y lo volvía insatisfecho. Unas caladas más a la pipa y todo volvería a ir bien.
Una vez más, no había logrado encontrar la madera adecuada para su pintura. En todas partes solo le ofrecían madera de palmera, y encima muy rugosa, inadecuada para pintar un retrato, pero Anahid insistía en que la retratara. Lo que él requería era madera del centro de un tronco y para obtenerla había que cortar el tronco a lo largo y serrar una tabla del centro. Esas tablas eran inmediatamente identificables debido a las partes brillantes, el resultado del corte en la madera del duramen, y parecían espejos.
¿Por qué los proveedores simulaban no comprender sus preguntas? ¿Es que no lo respetaban lo bastante como para tomarse sus deseos en serio? Y cuando quería adquirir pinturas se comportaban del mismo modo. Sobre todo cuando quería comprar minerales azules y verdes trataban de encajarle productos de inferior calidad, y eso pese a que en las montañas del Atlas se podían encontrar las piedras azules más bonitas y variadas, que podían molerse y transformarse en pigmento. Claro que la elaboración suponía un esfuerzo, lo sabía por propia experiencia. Recordaba muy bien haber buscado minerales en las montañas, sobre todo malaquita verde. Durante aquella excursión por las montañas, su guía —buen conocedor de la zona— lo había conducido hasta una cantera donde las capas verdes estaban al alcance de las manos.
Sin embargo, durante el transcurso de la tarde, de pronto el hombre afirmó que en las proximidades abundaban las hienas, los leones y los leopardos, e incluso quizá los dragones, y sugirió que pernoctaran en un campamento de nómadas próximo, donde estarían a salvo. Pero Cornelisz no quería alejarse del lugar donde habían encontrado la malaquita. Mientras el guía descendió hasta el valle, él se había retirado a una gruta cuando cayó la noche, dispuso unas cuantas grandes piedras en la boca como protección frente a los animales salvajes y encendió una hoguera considerable. Durmió maravillosamente bien envuelto en su manta y ni siquiera había visto la sombra de un animal salvaje. Por la mañana muy temprano pasaron unos pastores que elaboraron pan mediante un saco de harina y un pellejo de agua y le dieron un poco. Después llenaron sus pequeñas pipas y las hicieron circular. Esa fue la primera vez que voló como un pájaro, el mundo se volvió repentinamente alto y amplio y lleno de colores.
—¡Qué colores tan maravillosos! —murmuró para sus adentros, y a partir de entonces albergaba la esperanza de recuperar esa abundancia, esa interminable riqueza de colores, pero nunca más volvió a ver todos esos matices del azul como la primera vez que fumó esa hierba. Sin embargo, no abandonó el intento. Después los pastores le habían preguntado quién era esa hermosa Anahid de la que habló durante su embriaguez.
Puede que Anahid fuese la mujer más hermosa que jamás había visto. Nunca llevaba un velo, de manera que todos podían admirar su delicado rostro de tez clara, la noble nariz y los labios curvos, pero sobre todo sus ojos oscuros y brillantes enmarcados de largas pestañas. Llevaba los brillantes cabellos negro azabache en forma de moño y vestía atuendos de seda que se pegaban a su cuerpo bien formado, además de muchas joyas de plata, ámbar y cornalina. Era una bint sa’ad, una hija de los saadíes, aquella antigua raza berberisca que habitaba en el remoto valle del oued Ziz. Otra línea de su familia habitaba el fértil valle de Dráa y descendía de los gloriosos zenatas, aquel pueblo berberisco que supuestamente había guerreado contra Roma junto a los cartagineses.
Anahid era una sheïka, una mujer de alcurnia e independiente que gozaba de una asombrosa libertad y que amaba el desierto. Pero al mismo tiempo también adoraba el mar embravecido y, debido a ello, durante la temporada calurosa y junto con su impresionante séquito, habitaba allí, en su casa al borde de la ciudad y cerca de la playa.
—¿Cuál es el precio que pagas para vivir como vives tú? Te comportas como si nadie te mandara y encima vives con un hombre bajo tu techo sin estar casada con él. ¿Es que no has de obedecer ninguna regla? —le había preguntado al principio. Claro que le gustaba su independencia, pero a excepción de Anahid no conocía a ninguna persona, y aún menos a una mujer que podía permitirse semejantes libertades sin exponerse a un castigo.
—Adoro la tradición que existe desde tiempo inmemorial —dijo la joven—. Antaño las mujeres de las tribus tenían más poder que en el presente y en muchos casos ejercían la jefatura. Gobernaban de manera pacífica e inteligente, y ello queda demostrado porque en su época apenas había guerras. Los antiguos dioses protegían a los seres humanos y las tribus no pasaban hambre.
Al pronunciar esas palabras, Anahid había dirigido una mirada nostálgica a la lejanía, como si allí hubiesen aparecido imágenes de aquella época dorada.
—A partir de entonces las mujeres solteras de mi pueblo —pero también las tuareg y algunas de ciertos pueblos de las montañas— viven libremente con diversos hombres. Solo cuando las familias las reclaman para que cumplan con sus deberes deben decidirse o casarse con el hombre elegido por el consejo de ancianos. A partir de ese día, todo gira en torno a los intereses de la familia. Y también para mí llegará ese día.
«Por lo visto, ese día aún no ha llegado», pensó Cornelisz, y se desperezó, confiando que aún fuese muy remoto. Hasta entonces solo quería disfrutar y pintar protegido por ella.
—Hakan, tráeme agua —gritó en medio de la oscuridad, y, como de la nada, apareció un criado y le alcanzó una copa.
Cornelisz siguió dormitando.
Llevaba una vida maravillosa. Esclavos negros se encargaban de su bienestar y le servían pichones con almendras, cuscús con cordero u otras exquisiteces. A menudo acudían músicos y bailarinas y siempre disponía de atuendos blancos y limpios. En el hamam un masajista amasaba sus músculos y frotaba su piel con aceites aromáticos y perfume de sándalo y siempre había uvas e higos dulces dispuestos en las mesitas. De noche, cuando Anahid se soltaba el cabello a la luz de las perfumadas lámparas de aceite y se quitaba la aguja de plata que sostenía su vestido, de modo que los suaves tejidos de seda se deslizaban lentamente de sus hombros y por encima de sus pechos y su vientre plano para por fin caer a sus pies como una nube sedosa, aún hoy de vez en cuando creía estar en el Paraíso.
Pero al mismo tiempo se encontraba cada vez más incómodo. Con los años, el hechizo que Anahid ejercía sobre él había disminuido y ella había empezado a tratarlo casi como a un criado. Incluso lo llamaba a su cama de vez en cuando, medio en broma, pero en esos casos no se mostraba muy alegre. ¿Por qué se lo permitía? Él no era su esclavo.
No obstante, cuando no había fumado kif y se sinceraba consigo mismo, sabía muy bien cuál era la respuesta: por comodidad. A veces se despreciaba por ello, pero luego volvía a reprimir esa idea. ¿Qué debía hacer, acaso regresar a Amberes?
En aquel entonces, creyó comprender que su padre lo había apostado todo a una carta y que había hecho trasladar las mercancías de diversas empresas alrededor de África sin el conocimiento de estas. ¡Una jugada increíblemente arriesgada! Y no había salido bien: su audaz padre estaba muerto y las naves se hundieron mientras circunnavegaban África; las cosas no podrían haber salido peor. Él era el último de los Van Lange… ¿acaso debía pagar todos los platos rotos, debía pagar por la ambición de su padre? No viviría lo bastante para satisfacer todas las exigencias, ¡no había vida que durara lo suficiente!
Cada vez que pensaba en el naufragio de la San Pietro y en sus consecuencias, tenía la sensación de que en aquel entonces un rayo había partido su vida por la mitad, dividiéndola en un «antes» y un «después».
«No —pensó Cornelisz—, permaneceré junto a Anahid mientras ella me lo permita». Bajo su protección podía pintar, preparar colores y probar sus características y resulta que eso era lo más importante para él. Podía preparar los materiales él mismo, en uno de los patios interiores, como por ejemplo la excelente cola que elaboraba con los morros, las pezuñas y la piel de las cabras. Pero solo lo hacía cuando Anahid no estaba en casa. El humo grasiento que generaba recorría sus jardines en forma de hedientas vaharadas. Pero la cola era necesaria para formar una base más o menos aceptable para la pintura en tablas normales. Con demasiada frecuencia, los vendedores de madera y los carpinteros ya lo habían engañado, de modo que realizaba esa tarea él mismo. Además, necesitaba la cola para formar la base que haría relucir las subsiguientes capas de pintura. En el caso de los retratos, como encarnado utilizaba un matiz que se asemejaba a la piel y que consistía en diversos pigmentos rojos. Pero si alguna vez pintaba un retrato de Anahid, se vería obligado a escoger otra mezcla de pigmentos, tal vez incorporar un poco de ocre que había encontrado en las empinadas orillas del oued Sous. De todos modos, él no imaginaba un retrato sino una imagen divina rodeada de los frutos y los regalos del oasis. En Italia había visto pinturas tan perfectas que nunca dejaba de tenerlas presentes.
Aunque se había jurado a sí mismo que jamás volvería a pisar una nave, el año pasado había acompañado a Miguel a Italia. Sabía que allí se encontraban las obras de arte más extraordinarias, las pinturas más hermosas, los palacios más magníficos cuyas paredes estaban ornadas de frescos y alabastro, e iglesias en cuyas cúpulas resplandecían mosaicos dorados. Hoy se alegraba de haber superado el temor que le causaba el mar, porque sus expectativas se vieron más que cumplidas. En Génova y en Venecia había visto pinturas que ya no podía olvidar. Sobre todo la Venus dormida, obra de un tal Giorgione: ¡qué composición, cuánta armonía de color y cuán perfecta la realización! En aquel momento se le presentó la imagen de Anahid como una oscura hermana de esa luminosa figura, por así decirlo, que reposaba desnuda en los blandos cojines de mármol, y entonces dibujó el primer boceto del retrato. Pero desde entonces lo martirizaban las dudas. Estaba convencido de que nunca alcanzaría la maestría del veneciano y, además, entretanto estaba casi seguro de que ni siquiera lograría cumplir con sus propias pretensiones, aunque ya había vendido un par de retratos por un precio bastante aceptable. A los funcionarios portugueses les agradaban sus pequeños paisajes y los enviaban a su tierra natal para que allí dispusieran de una imagen de Al-Maghrebija, la Tierra Occidental o la Tierra del Ocaso, como preferían llamarla los lugareños. Últimamente también había realizado dos retratos por los que obtuvo un precio excelente.
Entonces, ¿por qué se sentía tan insatisfecho? Cornelisz clavó la vista en las estrellas: según decían, allí estaba escrito el futuro, su princesa berberisca y todos los sarracenos estaban convencidos de ello. Afirmaban que los caminos de todos los hombres estaban predeterminados y que aparecían en las constelaciones, aunque a él le habían inculcado exactamente lo contrario desde que era un niño.