18

Al mediodía, cuando hacía mucho calor, la enviaban al huerto del oasis en busca de hierbas frescas; bajo la olorosa penumbra de las altas palmeras, Mirijam brincaba por encima de estrechos senderos y pequeños canales de irrigación. No tardaba en recoger las hierbas y formar un aromático ramito. Luego cogía agua del canal y apagaba la sed, se lavaba la cara y las manos y humedecía su ramito de hierbas para que no se marchitara.

Miró en torno atentamente y aguzó los oídos. «No hay nadie», pensó, las personas y los animales descansaban y en medio del calor, el aroma a hierbabuena y cilantro flotaba en el aire y bajo los rayos del sol filtrados a través de las hojas de las palmeras, las diminutas gotas de agua que había esparcido brillaban como piedras preciosas. ¿Y si ahora, cuando nadie la observaba, intentaba gritar con todas sus fuerzas? Entonces quizá lograría eliminar el nudo que tenía en la garganta…

Ya lo había intentado un par de veces en la alcazaba, pero solo surgieron unos feos graznidos, más similares al gruñido de un animal que a la voz humana. Por eso no dejaba de acumular saliva en la boca y tragarla; también bebía agua a menudo y, al tragar, se restregaba la garganta. Pero por más que bebiera y tragara, el nudo seguía allí. A menudo temía que nunca podría volver a hablar; en esos días, sobre todo poco antes de conciliar el sueño, temía estar hechizada o sufrir una maldición. ¿Acaso no había ayudado al médico de a bordo a administrarle el somnífero a Lucia? No lograba olvidar el frasquito que contenía la mandrágora, esa raíz de forma humana. ¿Y es que no había sido ella que había callado sus nombres cuando se trató del dinero del rescate? ¡Había confiado en el capitán, justamente en el capitán! De día, sus ideas volvían a ordenarse y sabía que los únicos culpables eran los falsarios, los que querían hacerle daño a alguien. Estaba segura de ello, al menos durante el día.

Pero si no había perdido el habla debido a una maldición, entonces tal vez solo tenía un nudo en la garganta, ¿verdad?

Caminó a lo largo del canal de irrigación y contempló las brillantes gotas de agua; en algún momento había reunido la fuerza necesaria, clavó los talones en la tierra húmeda, inspiró profundamente, apretó los puños y cerró los ojos.

Y entonces gritó, gritó con todas sus fuerzas hasta quedarse sin aliento, pero lo que surgió de su boca solo fue un graznido áspero y jadeante, casi como el rebuzno de un burro que interrumpía el silencio del huerto. De pronto un escalofrío le recorrió la espalda: «Pues entonces debo de estar maldita», pensó.

Al día siguiente la signora reunió a las mujeres para preparar jabón. Mientras les daba las indicaciones necesarias medía los diversos aceites y repartía los ingredientes.

Mirijam recordó que también la tata Gesa había elaborado su propio jabón. No obstante, en aquel entonces solo podía observar el borboteo del líquido en las grandes perolas desde lejos: las salpicaduras del líquido hirviente y jabonoso podían agujerear la ropa y causar heridas en la piel. Pero hoy debía echar una mano. Una vez que las mujeres mezclaron la ceniza hervida y limpia con el aceite caliente, Mirijam vigiló las ollas. Revolvía la mezcla y no perdía de vista el líquido burbujeante ni un instante: realizar una tarea importante era agradable. Cuando el jabón ya preparado se vertía en moldes para que se enfriara y se secara, resultó muy poroso y puro y, para recompensarla, la signora le regaló un puñado de almendras de las buenas, de las que solo estaban destinadas al señor.

Ese día supuso un cambio en su vida; la cocinera la elogiaba con frecuencia cada vez mayor. Estaba satisfecha con su trabajo, a veces tanto como para servirle una taza de leche de cabra, unos dátiles dulces o un huevo duro. En el transcurso de las semanas, las otras mujeres también dejaron de hostigarla y poco a poco se acostumbraron a que Mirijam comprendiera casi todo lo que decían, pero que su respuesta se limitara a asentir con la cabeza o gesticular con las manos.

Una noche, Fátima preguntó:

—¿Quieres acompañarnos al hamam, Azîza? ¡Te juro que después te sentirás como una sultana!

Mirijam conocía muy bien la casa de baños, la había limpiado con frecuencia. ¿Es que ese día podría utilizarla ella misma por primera vez?

Cuando las esclavas se desvistieron y solo conservaron un pequeño paño en torno a las caderas, Mirijam bajó la vista, avergonzada. ¡Tanta piel, tanta desnudez! Cuando entraron al baño las envolvió una vaharada de vapor caliente. En la habitación de altas paredes solo ardían dos lámparas de aceite y los pequeños cristales verdes de la cúpula dejaban pasar la luz del atardecer. Se oía el rumor del agua y las voces de las mujeres —que empezaron a untarse el cuerpo de aceite con guantes de hierba trenzada— resonaban en el recinto. Había varias pilas azulejadas que contenían agua caliente, tibia y fría, la solera irradiaba un calor tan agradable que Mirijam no dudó en sentarse sobre los tibios azulejos e imitó a Fátima y las demás. Ella también se untó los brazos y las piernas con el fino aceite, también el pecho y el vientre, para luego volver a quitárselo con una cuchilla.

Después todas pasaron a la cámara siguiente, atravesaron las densas vaharadas de vapor y tras dar un paso, quedaron bañadas en sudor: al respirar por la nariz el vapor resultaba ardiente y solo podía respirar por la boca. Fátima chasqueó la lengua y, compasiva, le tendió un jarro de agua fría. Cuando Mirijam quiso cogerlo, Fátima retrocedió y lo derramó por encima de su cabeza. ¿Se trataría de uno de sus malvados ataques? Mirijam se agachó, pero Fátima soltó una carcajada, complacida por el éxito de la jugarreta. Las otras mujeres también se acercaron y la regaron hasta que Mirijam cogió un jarro y dio la vuelta a la tortilla. Como si solo hubiesen esperado esa señal, todas las mujeres iniciaron una tremenda batalla de agua y las risas y los chillidos resonaron en el hamam. ¡Era una batalla de todas contra todas! Las mujeres se salpicaban, brincaban de un lado al otro y cada vez que el chorro de agua daba en el blanco soltaban un grito.

Más tarde, Mirijam se apartó de las otras, se lavó con el fino jabón y se enjabonó los cabellos. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero no causadas por el jabón.

¿Cuándo había reído con tantas ganas por última vez? ¿Cuándo había jugado con tanta naturalidad? Las otras mujeres también se habían cansado del juego con el agua y una calma satisfecha reinó en la casa de baños. Se peinaron y se untaron el cabello con aceite mutuamente hasta que cayeron por encima de sus hombros, lisos y brillantes, y vistieron ropas limpias antes de regresar al castillo cogidas del brazo. Fátima marcó el ritmo con las palmas y entonó una canción y las otras la acompañaron de inmediato. Hacía muchísimo tiempo que Mirijam no se había sentido feliz como esa noche.

A partir de ese día, visitó el hamam de manera regular junto con las demás criadas para lavarse y luego ponerse ropa limpia. Pero todas las prendas que le dieron eran demasiado grandes y amplias y ni siquiera un cordón sujetado en la cintura lograba impedir que Mirijam tropezara con las largas perneras. Un día hizo de tripas corazón y, mediante gestos, le pidió hilo y aguja a la cocinera.

—¿Qué pretendes hacer? ¿Coser? ¿Acaso sabes hacerlo? —dijo la signora, azorada—. Un corte con la tijera también resolvería el problema, pero de acuerdo, no tengo inconveniente.

Al mediodía, Mirijam acortó las perneras y las mangas y como encontró unos restos de hilo azul, decoró el cuello de la blusa suelta bordando pequeñas flores. Es verdad que coser y bordar no se le daba muy bien, pero el resultado era aceptable. Cuando la cocinera notó los cambios en el atuendo de Mirijam, frunció el ceño con aire sorprendido. Examinó las perneras y los dobladillos, contempló la blusa y luego le lanzó una mirada escrutadora a la muchacha.

—¡Muy bonito! Semejante resultado solo se obtiene mediante la práctica. Sé de qué estoy hablando. ¿Quién eres realmente, Azîza? ¿Acaso eras la doncella de una dama de alcurnia? Es una obra excelente, sobre todo ese delicado bordado —la elogió la cocinera.

Después examinó el costurero y asintió con aire satisfecho: todo estaba en perfecto orden.

La mirada de Mirijam se había ensombrecido. ¡Una doncella! Quien le enseñó a manejar la aguja cuando aún era una niña era la buena de la tata Gesa. A veces le costó un esfuerzo, puesto que estarse quieta no era uno de sus fuertes. Pero las suaves telas, los brillantes y multicolores hilos de seda y las bonitas imágenes de flores que resultaban si bordaba con diligencia siempre le habían agradado.

La signora reflexionó.

—Oye, muchacha —dijo por fin—, haremos lo siguiente: a partir de hoy ya no cargarás jarros de agua ni sacos de carbón, porque te estropearías los dedos. La costurera de la aldea está perdiendo la vista, así que a partir de hoy tú te encargarás de remendar las prendas y los cojines y todo lo demás, puesto que sabes coser. A partir de hoy, tu lugar será la cocina; sí, lo he decidido.

Mirijam se llevó las manos plegadas a una mejilla y alzó las cejas.

—¿Que dónde dormirás? Lo mejor será aquí, en la cocina —dijo la signora.

Protegida por la oscuridad, Mirijam sacó su bien más preciado del escondite bajo el carbón de leña. Hasta ese momento, no había tenido el valor de abrir el paquete de cartas. Su madre había dicho que solo debía leerlas cuando se hubiese convertido en una novia o si estaba en apuros. Pero ¿acaso no lo estaba? Así que, ¿qué estaba esperando? Ella misma lo ignoraba. Envolvió el paquete en un paño limpio, lo guardó bajo su esterilla en la cocina y apoyó la cabeza encima.

Esa noche soñó con los almacenes repletos de su padre y con los sacos y los bultos de misteriosas inscripciones amontonados en los almacenes.