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En retrospectiva, los acontecimientos de ese día le parecían tan irreales que para Mirijam era como si no se encontrara en el mar sino en un laberinto cuya salida se esforzaba en encontrar. Primero la conversación entre Haditha y Hocine, después las quemaduras y el dolor, luego la inesperada aparición de Cornelisz y sus increíbles noticias, y finalmente los preparativos para la huida… Era como si alguien intentara contarle una historia especialmente confusa.
A lo largo de los años, Cornelisz se había convertido en una imagen onírica, y entonces de pronto había aparecido en su cocina como por ensalmo. Aunque habían pasado muchos años y ambos ya no eran unos niños, tenía la sensación de que el vínculo entre ellos había perdurado. ¿Es que algo así era posible? ¿Por qué no?, se dijo. Todavía tenía casi el mismo aspecto: sus rizos bonitos, sus ojos de mirada expresiva y sus manos finas y gráciles.
¿Qué estaba haciendo allí en esa costa? Es verdad que Miguel había mencionado que tenía un amigo, pero ¿precisamente Cornelisz? ¿De dónde se conocían? ¿Y por qué estaba tan bien informado sobre los detalles del ataque de los berberiscos? A lo mejor se había equivocado y estaban huyendo de Mogador en vano… pero en cuanto recordó las palabras cargadas de odio de Haditha y su tono vengativo comprendió que Cornelisz no había exagerado.
Pero todo eso le resultaba casi incomprensible, a excepción de lo siguiente: el destino volvía a jugarle una mala pasada y una vez más ella y su abu emprendían la huida. ¿Por qué se veían obligados a escabullirse por las oscuras callejuelas como si fueran ladrones, manteniéndose vigilantes y temiendo cualquier ladrido delator de los perros? Resultaba muy indigno para una persona tan bondadosa como el abu. Si bien ni él ni ella tenían nada que reprocharse, ambos iban en esa diminuta barca temiendo por su vida.
¿Acaso nunca encontraría un lugar donde sentirse como en casa, donde vivir y trabajar en paz? Había dado por hecho que viviría para siempre en Mogador, donde se sentía protegida. Conocía todas sus callejuelas, casas y rincones, y sus habitantes le confiaban sus alegrías y preocupaciones. Y el abu también se sentía a gusto en la pequeña ciudad portuaria. Durante años, ambos se dedicaron a ayudar a los demás, habían aliviado sus dolencias y de vez en cuando salvado sus vidas. Pero entonces, cuando deberían haber podido contar con ellos, ¡ninguno los advirtió de los planes de los saadíes, del odio por los extranjeros y del ataque! ¿Por qué? ¿Se debería a que ambos vivían allí solos, sin familia y sin el apoyo de una tribu influyente? Entre los berberiscos, la familia desempeñaba un papel importante, confiaban ciegamente en la lealtad y el apoyo de sus parientes… Pero sea cual sea el motivo por el cual no los alertaron, algo era evidente: a los habitantes de Mogador ambos les resultaban indiferentes. Era así de sencillo. Y de amargo.
Una única lágrima se deslizó bajo sus párpados cerrados a lo largo de su mejilla. Con gesto terco, Mirijam la restregó. No quería llorar. Tenía frío y las quemaduras aún le ardían y palpitaban, pero no mostraría debilidad alguna.
El barquero señaló al frente y Mirijam se dio cuenta de que habían circunnavegado las islas Púrpuras y abandonaban la zona protegida próxima a la costa; la marejada aumentó, porque más allá de las islas estaba el mar abierto.
La barca avanzaba a través de la noche sin luna agitada por las ráfagas de viento. Aunque apenas se veía algo, Cornelisz percibió el mar. Se aferró a la borda y procuró mantener el equilibrio; le resultaba incomprensible que los pescadores lograran orientarse en el mar en medio de la oscuridad. Ese trayecto nocturno era una locura. Claro que transportar al anciano a través de las montañas hubiera sido difícil, pero él prefería pisar rocas, piedras y arena. ¡Aborrecía el mar! Estaba seguro de que un día se apoderaría de él y lo devoraría, tal como siempre devoraba naves y seres humanos, como también había arrastrado a la San Pietro, a su padre y a todos los demás hasta el fondo. ¡No se dejaba dominar, ni siquiera en el lienzo del pintor, en todo caso no por él!
Impulsada por el viento, la punta de su chêche le azotó la cara. El golpe fugaz fue como una bofetada, pero lo hizo reaccionar. Se dijo que, a diferencia del desgraciado viaje de antaño, navegaban en una barca casi sin calado, así que las rocas sumergidas no representarían un peligro. Además, el barquero conocía esas aguas y ello suponía una ventaja considerable.
Cornelisz desprendió sus manos agarrotadas de la borda, se sentó junto a Mirijam en los maderos y le rodeó los hombros con el brazo. Notó que ella apoyaba la cabeza en su hombro y hundía los dedos en su capa. La atrajo hacia sí y después cerró los ojos.
El reencuentro con Mirijam lo había afectado de manera inesperadamente profunda. Cuando la contemplaba, de pronto se le aparecía el pasado y aún más: era como si de un modo extraño su vida anterior le diera alcance. La oficina con los pupitres de madera que casi desaparecían bajo los gruesos libros, las hojas de roble talladas y pulidas en la barandilla de la escalera de su hogar paterno, las calles y las callejuelas estrechas humedecidas por la bruma de su ciudad: las imágenes se arremolinaban ante su mirada, tan próximas que casi podía tocarlas. Al contemplar a esa joven mujer surgían de su recuerdo y le causaban un nudo en la garganta. ¡Y eso a pesar de que él había querido olvidarlo todo!
Cornelisz suspiró. Pese a su juventud, en aquel entonces Mirijam era su única amiga íntima. Lo había apoyado, lo había escuchado cuando hablaba de su sueño de convertirse en pintor y siempre le había sido leal. Ella lo había comprendido y recordó la maravillosa sensación de saber que ella aprobaba sus aspiraciones de manera incondicional. Cuán extraño resultaba que ambos vivieran en la misma costa de una tierra extranjera a una distancia de solo dos días de viaje, pero sin saber nada el uno del otro. Según las palabras de Miguel, Mirijam había sufrido experiencias horrendas, pero cuando el capitán la conoció hacía tiempo que ella vivía bajo la protección de ese anciano médico.
¿Antaño en Amberes no habían corrido rumores sobre un ataque de piratas al convoy en que iban Mirijam y su hermana? Ya no lo recordaba, habían pasado tantos años…
La tenue luz del farol que los hombres habían colgado al pie del mástil para orientarse en la cubierta atestada rozó a Mirijam. Aún parecía bastante aturdida.
—¿Cómo te encuentras?
—No lo sé… ¿Y tú? ¿Cómo has llegado hasta aquí? —preguntó ella, y alzó la cabeza para mirarlo.
Él apenas vislumbró el contorno de su cara en medio de la oscuridad. Cornelisz consideró que el reencuentro podría haberla afectado aún más que a él. Después de todo, él había dispuesto de tiempo para acostumbrarse a la idea de encontrarla, mientras que para ella fue muy repentino.
—Durante nuestro último encuentro, Miguel me habló de su esposa Mirijam van de Meulen. ¡Te imaginarás mi sorpresa! En aquel entonces había recibido el encargo urgente de transportar un cargamento a Salé y me pidió que fuera a verte. Por desgracia, no pude acudir de inmediato y solo logré llegar hace un par de días —contestó.
Antes de que pudiera emprender viaje a Mogador, el jeque Amir había trasladado el campamento berberisco al sur. Allí, en el desierto, se reunieron varias tribus para negociar y celebraron una fiesta, una salvaje fantasia a la cual acudieron jinetes de camellos de todo el Sahara. Él había pintado varias escenas magníficas. No había podido renunciar a semejante oportunidad.
Es más, se justificó a sí mismo, no hubiese logrado llegar desde el sur hasta Mogador a solas, puesto que como extranjero y en tiempos de guerra estaba estrechamente vigilado por los imazighen y el viaje hubiera resultado muy difícil. Así que solo entonces había cabalgado hasta la costa junto con los guerreros. Pero al menos pudo advertir a Mirijam, aunque casi demasiado tarde, lo sabía, pero justo a tiempo. Eso tranquilizaba su conciencia.
—¿De dónde conoces a Miguel?
—De un viaje que ambos hicimos hace unos años. El viaje acabó muy mal, la nave se hundió, pero Miguel me salvó la vida y desde entonces estoy aquí.
—¿Has vuelto a Amberes alguna vez?
—No, jamás.
Cornelisz notó que Mirijam asentía con la cabeza. Había cambiado durante los años transcurridos, sobre todo se había vuelto mucho más seria y serena que antes. ¿Se habrían reconocido si ambos se hubiesen encontrado en algún lugar por casualidad?
Entonces pensó que en realidad la había olvidado por completo hasta aquel día en que Miguel le habló de ella. No obstante, a lo mejor podían recuperar su antigua amistad… Mirijam y su anciano padre adoptivo eran personas cultas de amplias miras. Y aunque la vida entre los hombres del jeque era interesante, también suponía un esfuerzo y a la larga resultaba demasiado marcial para su gusto.
Además, estaba harto de verse obligado a tener cuidado de no malquistarse con el sîdi Mokhbar, el respetado marabout de los saadíes, cuyo aborrecimiento e ira por todo lo extranjero también lo incluía a él, y no solo porque osaba realizar retratos de personas en contra del mandato de Alá. Si no fuera porque estaba bajo la protección del jeque, a saber si con el tiempo los otros guerreros no se hubieran vuelto en su contra. Pero dicha protección también podía desaparecer. El marabout y el jeque Amir mantenían una relación cortés y bastante difícil, caracterizada no por la amistad sino por la dependencia mutua. Mientras el sîdi Mokhbar recitaba el Corán y lanzaba soflamas contra los infieles y su perversión, el jeque aprovechaba el acalorado estado de ánimo de sus guerreros y su afán de entrar en acción para montar fulminantes ataques contra los ocupantes portugueses. A los guerreros les agradaba hablar de su glorioso pasado y su deslumbrante futuro, no conocían otros temas.
De repente hubo varios estallidos a lo lejos, en tierra, y después resonaron unos estruendos: la batalla de Mogador había empezado y todos los que estaban a bordo se quedaron estupefactos.
Mirijam se soltó del brazo de Cornelisz y se incorporó para ver mejor. Después se sentó junto a su viejo padre y le cogió la mano.
El barquero y sus hombres pronunciaron la primera sura del Corán con la mirada espantada dirigida a tierra, desde donde provenían los retumbos y de vez en cuando estallaban llamaradas. La vela se agitó y golpeó contra el mástil. Mientras los hombres rezaban, la barca sin timón cabeceaba en las olas. El rugido del oleaje rompiendo contra las numerosas rocas que bordeaban la costa se acercaba cada vez más.
Pero entonces el barquero puso abruptamente punto final al aturdimiento que se había extendido a bordo.
—¡Prestad atención a la vela! —rugió—. ¡Poned rumbo al sur y ocupaos de que avancemos un par de millas de una buena vez! ¡Vamos, vamos, yallah, con la ayuda de Alá! ¿O queréis que nos rompamos la crisma contra las rocas?