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Mientras sus hombres comprobaban la carga y las provisiones y las estibaban en la nave, Miguel procuraba obtener información sobre el paradero de Cornelisz en la residencia del gobernador; el mayordomo se mostró reservado y afirmó no saber nada acerca de soldados reclutados a la fuerza. También dijo que ignoraba si Cornelisz seguía con vida y negó saber nada acerca de su paradero.

—A esos jóvenes pintores les gusta desaparecer durante unas semanas —manifestó en tono aburrido, y se reclinó en su sillón dorado con una sonrisa de suficiencia—. No es la primera vez que hace esperar a dom Francisco. Si mi información es correcta, esta vez ya hace varias semanas que no ha aparecido por aquí.

—Entonces decidme al menos dónde puedo encontrar a un tal comandante Caetano —preguntó Miguel, tragándose el disgusto causado por la actitud arrogante de ese individuo presumido.

El funcionario arqueó las cejas.

—Lo siento muchísimo, capitán de Alvaréz, pero parecéis haber olvidado que en la actualidad nuestras tropas —para la seguridad de todos nosotros y, me gustaría añadir, para defender los intereses de la corona portuguesa— han de enfrentarse a numerosos ataques de los rebeldes.

Su expresión petulante se desvaneció un poco cuando cogió una pluma y empezó a juguetear con ella.

—Al parecer, esos perros cuentan con el apoyo de gran parte de la población, sobre todo desde que el nuevo cabecilla berberisco supuestamente planea construir una nueva fortaleza en los alrededores. ¿Os imagináis lo que eso significa? Cuando encima su padre se ha aliado con una de las tribus berberiscas del valle del Sous. Hasta ahora obteníamos toda nuestra caña de azúcar de allí, pero hoy en día…

El mayordomo se interrumpió y se enderezó.

—Pero supongo que sois incapaz de evaluar lo que supone; además, semejantes problemas solo os afectan de un modo marginal, ¿verdad, capitán? Mandáis izar las velas siempre que os plazca y os dirigís allí donde haya mercancías que negociar. Además, hace poco os habéis casado con una lugareña, ¿no?

Miguel quiso cantarle las cuarenta, pero el mayordomo alzó la mano y lo detuvo.

—No quise ofenderos. Sea como sea, en todo caso supongo que comprenderéis que hoy en día la dirección militar ha de consistir en el más estricto de los secretos, así que me temo que de momento nadie podría deciros dónde se encuentra el comandante Caetano.

Una palabra más y Miguel habría aferrado a ese bellaco del cuello y lo hubiese zarandeado, al igual que antes al tabernero.

No obstante, una vez fuera Miguel no tardó en recuperar la calma. ¿Dónde buscar a un soldado raptado? ¿Quién podía saber algo sobre la batalla de la que habló el tabernero? Consideró que quizá lo mejor sería preguntar en el puerto, porque de un modo u otro todos los secretos acababan por llegar a oídos de los marineros, así que se dirigió allí.

Al igual que todos los días, había grupos de hombres acurrucados a la sombra de la gran muralla de piedra coronada de almenas que rodeaba la fortaleza. Algunos esperaban un trabajo o pedían limosna, otros murmuraban entre ellos y procuraban encontrar argumentos o cobrar valor antes de presentar sus peticiones a los funcionarios portugueses. Otros, en general ancianos dignos envueltos en blancos atuendos con capucha, se limitaban a permanecer sentados, apoyados en sus nudosos bastones, conversando y observando lo que ocurría con mirada vivaz. Uno u otro incluso se habían cubierto el rostro con la capucha y echaban una cabezadita a la sombra de la muralla.

—¡Sîdi —exclamó uno de los que estaban sentados en el suelo y lo cogió de la capa—, sed misericordioso por amor a Alá!

—Suéltame, tengo prisa.

Miguel intentó zafarse pero el viejo no lo soltaba y, lanzando un suspiro, Miguel extrajo unas monedas y se inclinó hacia el hombre.

—Que un día las puertas del Paraíso se abran para ti y los tuyos —lo bendijo el viejo, y cogió las monedas, pero sin soltar la capa de Miguel. En cambio, tiró de ella y lo obligó a inclinarse un poco más.

»Recorred la playa hasta el oued Lahwar —musitó sin dejar de observar a los transeúntes—. Id hasta el lugar donde el río vierte sus aguas en el mar en los años lluviosos. Allí os esperan amigos. ¡Encaminaos hacia allí de inmediato y daos prisa! Insha’allah encontraréis al que estáis buscando.

—¿Qué quieres decir, viejo? —preguntó Miguel, y lo agarró de los hombros—. ¡No me vengas con enigmas! ¿De qué amigos hablas? ¿Quién te encargó que me transmitieras esa noticia?

El anciano retiró la mano y lo contempló en silencio; maldiciendo en voz baja, Miguel sacó más monedas de su cinto, pero el viejo las rechazó.

—Ya está todo dicho. ¡Id, id! Yallah! —dijo, volvió a cubrirse la cabeza con la capucha y se recostó contra la muralla con los brazos cruzados. No lograría sacarle una sola palabra más.

«¿Quién podría estar detrás de ese encuentro secreto?», pensó Miguel, y se dirigió a la playa, titubeando. Conocía la desembocadura del oued Lahwar, que muy raras veces llevaba agua y en cuyo lecho seco florecían las adelfas y manadas medio salvajes de cabras buscaban su alimento. ¿Merecía la pena emprender el camino de una milla a lo largo de la orilla del mar solo por la indicación de un desconocido? ¿Y si se trataba de una celada? Por otra parte, si esa noticia realmente estaba relacionada con Cornelisz… Quizá lograría sonsacarle más información al anciano… pero al darse la vuelta comprobó que el mendigo había desaparecido.

No tuvo que recorrer todo el trecho hasta la desembocadura del río a lo largo de la blanda arena de la bahía: a mitad de camino un beduino alto con el rostro cubierto por un velo le salió al paso desde las dunas.

«¡Cuidado!», pensó Miguel, y se llevó la mano a su viejo y fiel cuchillo que, como siempre, llevaba en el cinto. Miró en torno para ver si alguien se acercaba por detrás y deslizó la mirada por las dunas comprobando si había más hombres.

—Estoy solo —gritó el beduino, y alzó las manos para demostrar que estaba desarmado.

Pero Miguel se mantuvo alerta.

—Caminar por la arena te supone un esfuerzo, amigo mío, has engordado —dijo el lugareño, se acercó y se quitó el velo que le cubría la cara.

—¿Cornelisz?

—¡El mismo!

Y entonces ambos hombres se abrazaron y se palmearon los hombros interminablemente hasta que por fin Miguel apartó a su joven amigo y lo contempló.

—¿Qué significa este secretismo y esta mojiganga? ¿Has cometido un delito?

Cornelisz llevaba el amplio atuendo de un berberisco con mucha naturalidad, como si desde siempre fuera su vestimenta habitual; sin embargo, al examinarlo más de cerca sus ojos de color azul cielo como también la barba cobriza y un mechón rubio que se asomaba bajo el chêche artísticamente enrollado delataban que era un hombre del norte. Arrastró a Miguel hasta la protección ofrecida por una duna y se sentó en la arena con las piernas cruzadas.

—No —respondió—, pero consideré que sería mejor que me ocultara, porque el rey portugués insistió en verme bajo su estandarte de guerra. ¡Aunque su invitación a hacerlo no fue precisamente cortés, que digamos!

—¿Entonces lo que me dijeron en Santa Cruz es verdad y fuiste reclutado a la fuerza? También afirmaron bajo mano que hubo luchas con bajas considerables, batallas con guerreros del desierto, aunque oficialmente guardan silencio al respecto. ¿Qué significa todo eso? Cuéntame qué sucedió.

Pero Cornelisz rehusó.

—Más adelante, Miguel. De momento solo esto: sí, me obligaron a convertirme en soldado, pero entonces, en la primera lucha en la que me vi obligado a participar, fui rescatado por los saadíes. De momento permanezco con ellos y aunque más no sea —espero que no te lo tomes de manera personal— con el fin de jugarles una mala pasada a los portugueses.

Miguel no dejó de mirar en derredor para comprobar si los guerreros berberiscos —que quizá se habían ocultado en las proximidades— merodeaban por allí, pero no vio a nadie.

—¿Luchas por ellos, por los rebeldes?

—No lucho por nadie —contestó Cornelisz en tono firme—, aunque comprendo que deseen la independencia.

—Bien, comprenderás que no comparta tu opinión: el desorden es muy malo para los negocios.

—Nadie debiera de ser obligado a hacer algo, por no hablar de llevar una vida que reprime sus propias capacidades y limita su libertad. Perdona que te hable con franqueza, amigo mío, pero espero que los saadíes expulsen a los invasores de estas tierras.

«Defiende un punto de vista, se ha convertido en un hombre», pensó Miguel, azorado, y contempló a su amigo con aire complacido.

—Pues ya veremos. Hasta ahora los rebeldes nunca lograron ponerse de acuerdo hasta el punto de suponer un peligro para los portugueses.

—Se desarrolle como se desarrolle esta lucha, en todo caso yo esperaré un tiempo antes de dejarme ver en la ciudad —dijo Cornelisz—. Supongo que has hablado con mi casero, el tabernero, ¿verdad? ¿Aún existen mis efectos?

—Sí —respondió Miguel—. Y juró solemnemente que no había tocado nada.

—Bien, porque resulta que quiero pedirte que dejes todas las cosas, sobre todo mis útiles de pintura, en las manos del capitán Abdallah, el dueño de la Fátima. ¿Lo harás?

—Dalo por hecho. ¿Y tú? ¿Qué piensas hacer?

—Lo dicho: de momento permaneceré fuera del alcance de los portugueses. Seguro que dom Francisco tendrá que buscarse otro pintor, pero considero su adelanto como una compensación por la injusticia sufrida —dijo, sonriendo maliciosamente.

Tras titubear un instante, Cornelisz prosiguió.

—De momento, el jeque saadí me ha invitado a vivir en su campamento y recorro la zona con sus guerreros. Son jinetes avezados y observar sus ejercicios supone un placer. ¡No hay nada comparable! Y sus historias, las que cuentan por las noches sentados junto a la hoguera… Cuando haya recuperado mis pinceles y pinturas seguro que podré realizar un par de cuadros impresionantes, en todo caso mejores de lo que jamás podría ser el retrato de un funcionario portugués.

Miguel se dio cuenta de que Cornelisz lo esquivaba; tal vez le contaba esas minucias para ocultar lo esencial, puede que incluso estuviera al tanto de los ataques que los saadíes preparaban contra los portugueses.

—Tus amigos berberiscos, ¿piensan avanzar hacia el norte en algún momento y atacar Mogador?

Cornelisz contestó en el acto.

—Si ello ocurriera, tu familia estará a salvo, a fin de cuentas son lugareños.

Miguel asintió con la cabeza. Eso no era del todo así, pero sîdi Alí y Mirijam al menos no eran portugueses, ni siquiera cristianos, así que era improbable que los berberiscos los considerasen extranjeros o enemigos. Además, gozaban del respeto y del afecto de los habitantes de Mogador y eso ya suponía una protección. Pero… a lo mejor debería postergar su viaje, ¿no?

—¿Cómo son esos saadíes? —preguntó—. Unos afirman que son guerreros brutales, otros dicen que son magnánimos y rectos, y eso parece bastante contradictorio.

Cornelisz reflexionó un momento.

—¿Recuerdas la caravana que en aquel entonces nos encontró después del naufragio y nos condujo hasta Santa Cruz? —preguntó.

—¿Cómo podría olvidarla? Claro que la recuerdo —dijo, y lo contempló con expresión expectante. Pero Cornelisz se limitó a guardar silencio y a sonreír.

—¿Quieres decir que se trata de los mismos hombres de aquel entonces? —dijo Miguel, empezando a comprender—. ¿De ese… cómo se llamaba… jeque Amir? ¿Fue él quien te salvó durante la batalla? ¡Incrível, qué casualidad!

—¿Casualidad? Yo por mi parte ya no creo en las casualidades, creo que este segundo rescate por parte del jeque Amir se debe a la providencia. No puedo ni debo decirte más, Miguel, pero no sigamos hablando de mí —dijo, y comprobó la situación del sol.

»Prefiero que me hables de ti, Miguel. ¿Adónde viajarás esta vez? Entretanto, te has casado con una tintorera, ¿verdad? ¿Te agrada la vida de casado?

—No querrás creerme, amigo mío, pero es maravillosa… ¡y lo mejor es que, si todo sale bien, el Todopoderoso pronto nos regalará un hijo! Mi Mirijam cree que nacerá cuando florezcan las rosas. Entre otras muchas cosas, también tiene conocimientos de medicina y cosas por el estilo.

—¿Mirijam? ¿Es ese el nombre de tu esposa?

—Sí, así es, pues en realidad no es una muchacha lugareña como creí durante mucho tiempo. Su padre adoptivo, un médico italiano —que por cierto hace tiempo que se ha convertido en un musulmán creyente—, la adoptó hace años. De todos modos, quería hablar contigo al respecto, ¡porque originalmente es oriunda de Amberes, lo creas o no!

Cornelisz no daba crédito a sus oídos.

—¿Una Mirijam de Amberes? ¡Habla, por Dios! ¿Cómo es su apellido, cómo se llama su familia? ¡Incluso puede que la conozca…!

Miguel se acomodó en la arena y se dispuso a contarle todo en detalle. Pero en cuanto pronunció la primera frase, Cornelisz se puso de pie de un brinco.

—¿Van de Meulen, Mirijam van de Meulen, dices? ¿Mi amiga de la infancia vive en Mogador?