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Mirijam se apresuró a coger más mantas para envolver al viejo hakim. Parecía tiritar de frío y respiraba entrecortadamente; luego extrajo un saquito de hierbas curativas del botiquín.
El anciano sufría un nuevo ataque, jadeaba cada vez más y Mirijam lo incorporó en el lecho. ¡El pobre estaba terriblemente débil y de su pecho surgían sonidos espantosos! La noche pasada en el mar no le había hecho bien, al contrario. Mirijam lo sostuvo entre sus brazos hasta que la respiración del viejo se volvió más sosegada, después lo tendió en el lecho y le secó la frente. Profundas ojeras rodeaban sus ojos y la nariz afilada se destacaba en su rostro blanco como la cera.
—Descansa, pobre abu. Ahora mismo te prepararé un té —dijo, y le cogió la mano para tomarle el pulso sin que él lo notara, pero el médico la retiró.
—No lo hagas, mi vida casi ha llegado a su fin, y hace tiempo que ambos lo sabemos.
Mirijam tuvo que inclinarse sobre él para comprender lo que decía. El sherif había cerrado los ojos y susurró:
—Que Alá uniera nuestros destinos ha supuesto una gran bendición. A través de ti experimenté la profunda felicidad de ser padre y todos los días se lo agradezco al Todopoderoso. Tú le diste contenido a mi vida, un sentido nuevo y maravilloso, y la tuya pronto adquirirá un nuevo sentido. Sé que tu vida será afortunada y feliz, así que deshazte de tus temores y cobra confianza en ti misma. Eres valiente, inteligente y fuerte como ninguna otra y siempre intentas ayudar a los demás…
Entonces un nuevo acceso de tos lo agitó e impidió que pudiera seguir hablando.
Las lágrimas le anegaban el rostro cuando Mirijam lo agarró de los hombros y lo incorporó para ayudarlo a respirar, pero ella también estaba exhausta y apenas lograba mantenerse erguida.
De pronto Cornelisz apareció al otro lado del abu Alí. Él y Mirijam intercambiaron una mirada y Cornelisz se acercó al anciano, le rodeó los hombros con el brazo y lo sostuvo. Esa vez el acceso pasó de manera rápida y poco después el hakim volvía a recostarse en los cojines, su respiración ya no era agitada, incluso la palidez desapareció de su rostro y sus mejillas se sonrojaron. Mirijam temblaba y se apresuró a tenderle las hierbas a Cadidja para que esta preparara una infusión en el fogón de la choza.
—Mi joven amigo —musitó el anciano erudito en tono casi inaudible.
Cornelisz se inclinó sobre él.
—Mi joven amigo, antes de la partida dijisteis que me explicarías las acusaciones que el marabout saadí ha elevado contra mí.
—Abu! —exclamó Mirijam, y se volvió para clavar la mirada en el médico; este no despegó la suya del rostro de Cornelisz. En vez de preocuparse por su salud, por los problemas de ella o por su angustiosa situación, se interesaba por las opiniones de un santurrón desconocido… Sin embargo, Mirijam sabía que si pretendía alejar a Cornelisz el abu se excitaría y que eso le haría daño, porque lo que necesitaba era descansar y estar tranquilo. Y si para ello resultaba necesario satisfacer su curiosidad, pues que así fuera. Cornelisz le lanzó una mirada interrogativa mientras reflexionaba sobre lo que diría y solo habló cuando ella asintió con la cabeza.
—Lamento mucho tener que informaros de lo siguiente, sherif. Os disgustará, lo sé, y a mí tampoco me agrada. Resumiendo: sîdi Mokhbar, el marabout, ha decidido oficialmente que estudios como los vuestros (de mineralogía, alquimia, lenguas extranjeras y saberes foráneos en general, ¡incluso la astronomía!) no complacen a Dios. Que debéis de ser un djinn malvado, o quizás un demonio, afirmó. Yo mismo se lo oí decir en cierta ocasión, cuando escuché sus prédicas en secreto.
El anciano guardó silencio y mantuvo los ojos cerrados. ¿Lo estaría escuchando? Cornelisz aguardó un instante antes de proseguir.
—Por desgracia, las cosas se han vuelto todavía peores, porque los saadíes, enardecidos por las palabras del marabout, creen que a pesar de que os convertisteis a la fe de Mahoma y aceptasteis el islam, solo lo habéis utilizado para camuflaros. El marabout afirma que cada vez que os inclináis hacia La Meca insultáis al Profeta y a la palabra sagrada de Alá. Que ensuciáis el Corán en cuanto lo contempláis.
Con expresión inquieta, Mirijam observó el efecto de aquella grave acusación. El sherif se había convertido al islam y muchos consideraban que tales antiguos cristianos eran unos renegados, pero con respecto al abu, eso era una acusación inaudita. ¡Cuánta injusticia para un hombre que amaba el islam y vivía según sus enseñanzas por convicción!
Pero el rostro del anciano médico no expresaba enfado ni sorpresa. Nada. Tenía los ojos entornados y parecía dirigir la mirada hacia la lejanía. Su mano tanteó encima de la manta y Mirijam la cogió y la acarició para consolarlo. El sherif murmuró unas palabras y Mirijam se inclinó sobre él. Tal vez necesitaba algo…
—Que Alá sea contigo —fue lo único que comprendió.
Aquellas acusaciones eran pura ponzoña; era casi imposible defenderse de lo que alguien soltaba a causa del odio. Pero en cuanto el abu se recuperara se enfrentaría a ese predicador extranjero. Alí el-Mansour actuaría con inteligencia y sabiduría, como siempre, se defendería de esas infames acusaciones y pondría las cosas en su lugar.
Mientras tanto, Cornelisz siguió hablando con la cabeza gacha, decidido a no callarse nada, por más desagradable que fuera.
—Esas no son mis palabras, sherif. Además, el marabout os acusa de practicar la magia negra, de pactar con espíritus malignos y qué sé yo cuántas cosas más. En resumidas cuentas, que solo podéis haber alcanzado vuestras numerosas y exitosas curaciones y también vuestra fortuna comercial, así como vuestra prosperidad, mediante la ayuda de poderes oscuros. Eso afirma el marabout. Dice que os rebeláis contra las fuerzas de la naturaleza y está convencido de que habéis pactado con el diablo y que vuestros éxitos lo demuestran de manera inequívoca.
Cornelisz le dirigió una mirada compasiva a Mirijam, cuyo rostro expresaba espanto. Ella sabía que la acusación de que alguien se había aliado con los poderes malignos caía en tierra fértil entre las gentes sencillas, siempre dispuestas a dar crédito a semejantes historias. Pero ¿cómo habrían de entender que un espíritu curioso e inquisitivo era capaz de ir hasta el fondo de un secreto y descifrar lo aparentemente inexplicable? Para un predicador astuto no resultaba difícil avivar los temores frente a los supuestos poderes malignos. ¿Acaso ese era el motivo por el cual los habitantes de Mogador no los habían advertido?
Pero el hakim parecía tomarse ese reproche con indiferencia y se reservó cualquier comentario.
—Sí —dijo Cornelisz—, de eso el marabout intenta persuadir a los guerreros. Y me pareció que daban crédito a sus palabras.
Entonces el silencio descendió sobre la pequeña choza. Sin moverse, el anciano erudito yacía entre las mantas y los cojines con la mirada perdida. El niño que llevaba en su seno se movió y Mirijam se protegió el vientre de modo instintivo. ¿Por qué el abu no replicaba nada? Porque debía elevar una protesta, ¿no?, nadie podía permanecer mudo ante semejantes acusaciones. Pero quizá ya reunía argumentos en contra que manifestaría en cuanto se encontrara mejor y cuando se presentara la oportunidad.
No obstante, su silencio le resultaba casi insoportable.
—¡Ese sîdi Mokhbar no es nadie, abu, que diga lo que quiera! —dijo en tono indignado—. Ahora lo más importante es que vuelvas a recuperar la salud. Entonces, cuando te encuentres mejor, ya le demostrarás lo que tú…
Mirijam se inclinó sobre su anciano padre: un hilillo de sangre le manchaba la comisura de la boca y ella se asustó. Cogió un paño para limpiarla.
Solo tardó un momento en comprender que el abu Alí había muerto.