14

Una vez llegados a una fortaleza construida de toscos bloques de piedra, les quitaron las cadenas a los prisioneros y los hicieron avanzar a través de un laberinto de oscuros pasadizos.

Bagno —Mirijam oyó que decían—, mazmorras.

La encerraron en una celda maloliente donde se dejó caer en la paja mohosa y se cubrió el rostro con las manos. Le dolía la cabeza, le ardía la oreja y también los pies. Tuvo que caminar descalza y las piedras le lastimaron las plantas, pero eso no era lo principal: se había quedado sin fuerzas. Ya no era capaz de pensar y lo que veía la espantaba; procuró ordenar sus ideas pero fue en vano, solo sabía que estaba indefensa e impotente y sumergió la cabeza más profundamente entre los brazos. ¡Ojalá lograra despertar de esta pesadilla y borrar los últimos días! Nunca había sentido una desesperación tan profunda. Había perdido a Lucia, al igual que a su padre y a Gesa e incluso a Cornelisz… todos habían desaparecido. «Estoy sola —pensó—, completamente sola». Mirijam se echó a temblar… y por fin pudo llorar.

Mirijam ignoraba durante cuánto tiempo sucumbió al miedo y al dolor, pero cuando sus lágrimas se secaron, se sintió curiosamente reconfortada y recuperó la capacidad de reflexionar. Tenía que existir un camino que la condujera hasta Lucia y se trataba de descubrirlo, pero al mismo tiempo sospechó que esos muros, pasadizos y escaleras que había recorrido, que esas rejas de hierro y esas barreras eran infranqueables.

Al día siguiente apareció el traductor de la Palomina acompañado por un gordo escribiente. Mientras el escribiente preparaba tinta y pluma, el antiguo esclavo versado en idiomas contempló la celda de Mirijam con expresión asqueada y, antes de dar un paso cauteloso, frunció la nariz, procurando que su atuendo no entrara en contacto con la mugre.

—¿Nombre? —preguntó bruscamente en francés—. ¿Dónde has nacido? ¿Cómo se llama tu padre?

Cuando la muchacha no contestó, entornó los ojos con expresión aburrida y repitió las preguntas en español. ¡Era un sujeto repugnante! Él mismo había sido un esclavo y quizá por eso disfrutaba contemplando el infortunio de la muchacha.

Mirijam estaba acurrucada en el rincón más alejado y guardó silencio, desesperada y sin saber qué hacer. ¿Acaso no debía revelar su auténtico rango, su nombre y también el de Lucia? Pero ¿y si el capitán Nieuwer hubiese tenido razón al advertirla? «Si quieres seguir con vida, has de callar», había dicho. ¿Habría hablado con sinceridad? Porque eso era más que dudoso teniendo en cuenta su vergonzosa conducta. Pero por otra parte, era de suponer que participaría en el dinero del rescate pagado por ella y Lucia, así que con sus insistentes advertencias se estaba robando a sí mismo. Mirijam no lograba explicárselo. ¿Y si su advertencia se limitaba a tener valor durante los días transcurridos en la galera, pero no en tierra, en esta mazmorra? ¿Y si había malinterpretado todo? A lo mejor… Mirijam no sabía qué pensar, así que guardó silencio.

Entonces el traductor empezó a interrogarla en diversos idiomas.

—¿Por qué estabas a bordo de la Palomina? ¿Cómo se llama tu amiga? ¿Cuál era vuestro destino?

Pero Mirijam no respondió a ninguna de sus preguntas y no demostró la menor reacción. De todos modos, hubiera sido incapaz de decir algo sensato, sabía que en cuanto abriera la boca, se echaría a llorar, pero se negaba a darle esa satisfacción al hombre.

Finalmente, el traductor constató que ella era incapaz de responder incluso a las preguntas más sencillas, llegó a la conclusión de que la prisionera debía de ser una débil mental y puso fin al interrogatorio. Se dirigió al escribiente e hizo un gesto inequívoco, a lo cual este soltó una carcajada revelando sus dientes podridos.

Cuando el traductor abandonó la celda, el escribiente dio un rápido paso hacia delante, la cogió del pelo y tiró su cabeza hacia atrás. Cuando vio la expresión aterrada de la muchacha, le lanzó una sonrisa malvada y se lamió los gruesos labios.

Poco después la trasladaron a una celda más amplia —ya ocupada por varias mujeres— y le dieron una manta, un trozo de pan seco y un jarro de agua. Cuando volvieron a empujarla contra la pared y le pusieron otra argolla de hierro en el tobillo, Mirijam no se resistió… ni siquiera le quedaban fuerzas para sentir miedo.

El escribiente regresó por la noche. Mirijam despertó sobresaltada de un sueño inquieto en el que había caído en algún momento. La luz de la farola oscilaba de un lado a otro, se deslizaba por encima de las mujeres e iluminaba sus rostros. Unas cuantas solo soltaron un gruñido y se dieron la vuelta en su lecho de paja, otras se incorporaron. Una soltó un grito y cosechó un puntapié de su vecina. La luz titilante se acercó hasta iluminar el rostro de Mirijam. El hombre suspiró, satisfecho, luego se inclinó para soltar la cadena y, sin pronunciar una sola palabra, la arrancó de su lecho y la obligó a avanzar.

¿Adónde la llevaba? ¿Acaso se presentaba una oportunidad para huir? Miró hacia atrás: algunas mujeres habían levantado la cabeza y la seguían con la mirada, pero ninguna dijo nada. Después sus rostros volvieron a desaparecer en medio de la oscuridad.

Los lóbregos pasillos estaban iluminados por escasas lámparas de aceite. Enormes sombras se agitaban en las paredes: parecían adelantarse a ellos y al mismo tiempo perseguirlos. El escribiente arrojó a Mirijam a una celda vacía solo ocupada por un caballete de madera en el centro, un jarro de agua y un taburete.

Mirijam se rodeó el cuerpo con los brazos; el traductor todavía no había acudido. ¿Quizás era hora de que le confesara la verdad? Tal vez, y con un poco de suerte, podría convencerlo de que la llevara con Lucia. Consideró que ese era el único camino posible y decidió que en cuanto el traductor pisara la celda, hablaría.

El escribiente apoyó la lámpara de aceite en el taburete y caminó en torno a ella; algo le dijo a la muchacha que tal vez no se trataba de otro interrogatorio, pero, en ese caso, ¿qué quería de ella en medio de la noche?

De pronto el escribiente le arrancó la bata y el delgado y sucio vestido.

—¡No!

Presa del espanto, Mirijam trató de aferrarse a los jirones y cubrirse. Un profundo terror se apoderó de ella, sintió náuseas y trató de tragar saliva, pero en vano: vomitó ante los pies del escribiente hasta que solo surgió bilis de su boca. El hombre sonrió, luego alzó la mano y le pegó una bofetada en la cara; Mirijam cayó al suelo, gimiendo. Le zumbaban los oídos y la sangre brotó de su nariz. Había dejado caer el vestido y se cubrió la cara con las manos. ¿Qué quería ese hombre? ¿Por qué la golpeaba?

El escribiente permaneció de pie ante ella con las piernas abiertas, parecía disfrutar de su temor, no perdía de vista ninguno de sus movimientos, tenía los labios entreabiertos y jadeaba. Mirijam procuró arrastrarse hasta un rincón de la celda, pero el hombre se apresuró a pisarle una mano y ella soltó un grito de dolor. Entonces él alzó el pie, pero Mirijam estaba como paralizada. El hombre le dijo unas palabras y cuando ella no reaccionó, volvió a golpearla. Ella vio venir el primer golpe y se apartó justo a tiempo, pero no pudo esquivar el segundo. El hombre se arrodilló por encima de ella, la aferró del cabello, la atrajo hacia sí y contempló su bajo vientre desnudo. Con una sonrisa satisfecha palpó su abdomen, la espalda desnuda y los glúteos. Mirijam le lanzó patadas e intentó ponerse de pie, pero él la aferró. Estaba atrapada.

—¡Auxilio! —gritó, tratando de golpearlo con los pies—. ¡Auxilio, auxilio!

Sus gritos rebotaron contra los viejos muros y parecieron multiplicarse. Resonaron a través de los oscuros pasadizos y penetraron en las celdas. ¡Alguien tenía que oírlos!

—¡Auxilio! —volvió a gritar, presa del pánico.

Nadie acudió. Mirijam lanzaba patadas, agitaba los brazos, lloraba y sollozaba, pero cuanto más se resistía, tanto mayor parecía el gozo del escribiente. Sus ojos enrojecidos brillaban, sonreía y se relamía. Ni uno solo de sus puntapiés daba en el blanco y tampoco ninguno de sus golpes.

El gordo apretó su gruesa mano contra la cara de ella impidiendo que tomara aire. Le zumbaba la cabeza. «Así que asfixiarse es esto —pensó—, moriré».

El hombre aflojó la mano y siseó unas palabras, pero el zumbido en sus oídos era tan fuerte que no comprendió nada y se apresuró a tomar aire hasta que el dolor en su pecho cedió y permaneció tendida en el suelo, inmóvil, demasiado ocupada en recuperar el aliento.

De repente el hombre la agarró, la tendió boca abajo por encima del caballete, la presionó hacia abajo y le ató las manos y las piernas a las patas del caballete. Le separó las piernas con sus gordas rodillas, se desprendió del pantalón y embistió su miembro hinchado una y otra vez entre sus nalgas. Mirijam entró en pánico.

—¡No!

Pero el escribiente volvió a cubrirle la boca y la nariz con la mano y ahogó sus gemidos. Después volvió a embestir. Como un animal herido, Mirijam soltó un último aullido, después perdió el conocimiento.