70
Dos días después, cuando levaron velas, Miguel había decidido cambiar de ruta. Tenía prisa, pues quería estar de regreso en Mogador cuando naciera su hijo, pero, aun así, en vez de trazar una amplia curva y navegar hacia el norte a través del tormentoso golfo de Vizcaya como solían hacer los demás, la Santa Ana no se alejaría de la costa, anclaría por las noches o incluso se refugiaría en puertos seguros. Porque bajo cubierta y tendido en una litera, atacado por el mareo, iba Joost Medern, el escribiente de Amberes y empleado de la compañía Van de Meulen.
Con aire satisfecho, Miguel recorría la cubierta con las manos a la espalda. «Sencillamente maravilloso», pensó. ¡Ese hombre le había sido enviado por la Virgen en persona! Hasta ese momento no tenía ninguna idea concreta, por no hablar de un plan para entrar en contacto con el abogado. Lo único que tenía claro era el objetivo: averiguar todo lo posible sobre el ataque de los piratas y la muerte de la hermana de Mirijam, y también recuperar su herencia, costase lo que costase. Y justo con ese fin, el misericordioso destino había enviado a ese hombre en su ayuda. Miguel se frotó las manos.
Para él era indudable que ese supuesto tío de Mirijam era un estafador y encima un asesino. Pero ¿acaso las cartas de la madre de Mirijam —que hacía tiempo que estaba bajo tierra y no podía prestar testimonio— bastarían para probar su culpabilidad? Se había llevado las cartas, por si resultaban útiles en algún sentido. Sin embargo, al tener a ese Medern a bordo el asunto pintaba bastante mejor. Podría interrogarlo sobre las circunstancias en Amberes y urdir un plan con toda tranquilidad. Desde ese punto de vista, la lenta navegación no solo era soportable, incluso resultaba sumamente ventajosa.
Joost Medern, un hombrecillo menudo y afable de rostro bondadoso cuya nariz estaba adornada por una gruesa verruga, se puso muy enfermo en cuanto la nave zarpó. Miguel nunca había visto a nadie tan afectado por el mareo; no obstante, de noche, cuando anclaban en una bahía tranquila, subía a cubierta para tomar aire y charlar un poco con el capitán. Pero incluso entonces no se apartaba del centro del barco y permanecía cerca del mástil, como si temiera caer por la borda hasta cuando el mar estaba en calma.
—Os estoy muy agradecido, capitán, por haberos apiadado de mí —declaró por enésima vez sin dejar de aferrarse a los maderos del pasillo central—. Mi jefe, el abogado, considera que soy un blandengue y un cobarde pese a que durante este viaje ya me he enfrentado a diversos peligros. ¡Peligros que quizá vos ni siquiera imagináis! —añadió, sacando pecho—. ¡Blandengue y cobarde, bah! Al menos siempre he sido honesto, lo que no se puede afirmar de todo el mundo, la verdad.
Aunque el mar, iluminado por la suave luz del ocaso, brillaba como la superficie lustrada de una mesa, el pobre no dejaba de tambalearse.
Al atardecer, la Santa Ana había anclado en una bahía de la costa francesa y la mayor parte de la tripulación había bajado a tierra, donde ardía una hoguera.
«En realidad —pensó Miguel—, en este viaje mi bonita nave se arrastra por el mar como un perro apaleado con la cola encogida». Sus hombres se aburrían y meneaban cada vez más la cabeza: desconocían ese aspecto de su capitán. «Pues mala suerte —se dijo con una sonrisa torcida—, lo más importante es que alcance mi propósito».
—Hace seis años que las cosas son así, capitán —prosiguió el escribiente—, seis largos años en los que he trabajado y obedecido, he cumplido con todo y he servido a mi jefe con diligencia, pero sin una palabra de reconocimiento por su parte y por un sueldo muy escaso, e incluso varias veces con un pie en la cárcel por su culpa. Pero de momento nunca han podido demostrar su culpabilidad. Aunque esta vez… ¡Ay, si no tuviera que cuidar de mi mujer y mi hijo, sabría muy bien lo que haría!
Medern enmudeció. Suspiró y se aferró con una mano a un grueso cabo mientras con la otra tironeaba de un agujero en su chaqueta.
«A juzgar por sus ropas desastradas, es evidente que el hombre lo ha pasado mal —pensó Miguel—, pero también se nota que tiene coraje». Tal como Rouxinol le había dicho, el pobre diablo había sufrido un robo y solo conservaba lo puesto; seguro que en su propio arcón habría algunas prendas que le servirían; Miguel no quería presentarse con él en Amberes con ese aspecto tan lamentable. Pero mucho más importante que su aspecto resultaba el hecho de que, al parecer, el oficinista estaba dispuesto a soltar la lengua. Con un poco de suerte, lograría sonsacarle información valiosa.
—¿La cárcel? Vaya, vaya, qué historias, señor Medern. ¿Qué es exactamente lo que haríais si pudierais? —quiso saber.
Pero por lo visto Joost Medern había cambiado de parecer y calló. Mantuvo la vista clavada en sus pies sin dejar de toquetear su chaqueta raída.
Miguel procuró dominar su impaciencia, porque después de todo Joost Medern trabajaba para el abogado y ese golpe de suerte le parecía una señal de la perspicacia divina. Si el abogado realmente tenía las manos manchadas —y eso era tan seguro como el amén en la iglesia—, entonces Medern debía de estar al tanto, pero ¿cómo lograr que desembuchara? Seguro que su renuencia a hablar no se debía a su lealtad, sino más bien a su temor.
—Pues antaño… —comentó Miguel como quien no quiere la cosa— la casa Van de Meulen gozaba de una fama excelente, creo recordar. En toda la región del Mediterráneo era considerada un ejemplo de seriedad e integridad, ¿verdad? ¿Y ahora mencionáis la cárcel? —añadió, sacudiendo la cabeza—. Sin embargo —añadió como si acabara de ocurrírsele—, en cierto momento oí decir a un capitán inglés que vuestro jefe cometió alta traición. ¿Qué hay de cierto en ello?
—Nada, nada, unas pocas cosas que no encajaban y un par de malentendidos, nada especial. Cosas de negocios… —contestó el oficinista, esquivando la pregunta. Seguía aferrado con una mano al cabo y con la otra se rascó la nuca bajo el cuello de su mugrienta chaqueta.
Miguel alzó las cejas con expresión irónica.
—Bien, como sabéis, alguien como yo corre mucho mundo. Así que a fuer de ser sincero debiera deciros, mi apreciado Medern, que se cuentan toda clase de cosas sobre vuestra empresa, ¿comprendéis?
Medern alzó la vista con expresión alarmada.
«El hierro se forja cuando está caliente», pensó Miguel, y decidió presentar como verdadero un rumor escuchado en alguna parte.
—Por ejemplo —dijo—, la gente se pregunta por qué hace años que vuestra empresa no le proporciona encargos a ninguno de los fiables mercantes que se dedican a la navegación fluvial y de cabotaje. —Con expresión elocuente, Miguel volvió a arquear las cejas y guardó silencio—. Y por qué alguien hace transportar todo su cobre y su estaño por tierra —añadió—. Y adónde lo entregan tras precisamente dicho recorrido, quién lo recibe. Eso también son cosas que se pregunta la gente, ya lo creo.
—¿Estáis enterado de ello? —El rostro afable del hombrecillo se ruborizó y su verruga se destacó.
—No soy el único. La verdad, se oyen muchas cosas —asintió Miguel, y decidió exagerar un poco—: En todas las tabernas y en todos los puertos no se habla más que de los negocios turbios y la sospechosa conducta de la casa Van de Meulen.
—¡Debéis creerme si os digo que no tengo nada que ver con eso! —balbuceó Medern—. ¡San Martín es mi testigo!
Miguel guardó silencio y esperó alzando las cejas.
Finalmente, el hombrecillo se lanzó.
—¿Recordáis el alboroto que se produjo hace un par de años, cuando descubrieron toda clase de tesoros, tales como plata y diversas clases de estaño, en las montañas de Bohemia?
Miguel no tenía ni idea, pero asintió sin vacilar.
—Pues enseguida reinó un silencio absoluto en torno a dichos yacimientos. De un día para otro nadie más oyó hablar de extracciones, de estaños ni de minas. Bien, la explicación de ese silencio es fácil de imaginar.
En cuanto empezó a hablar, resultó evidente que la atención prestada por Miguel complacía al oficinista.
—Los yacimientos más fructíferos nos pertenecen a nosotros, quiero decir a mi patrón. Hace extraer plomo, estaño e incluso plata, y los hace transportar al este a lo largo de los ríos o por tierra, exactamente como habéis dicho. A menudo transportan los minerales por estrechos senderos o rutas de contrabandistas a través de zonas desiertas, yo mismo lo he constatado hace poco.
Medern hizo una pausa elocuente antes de continuar.
—Además de los puestos aduaneros que de ese modo se evitan, también se elude la vigilancia de los terratenientes. O sea, no solo se trata de ahorrarse el pago de aranceles, ¿entendéis? Os lo pregunto, capitán: ¿a qué creéis que se debe todo el esfuerzo que supone transportar secretamente esos minerales al este? ¿Qué os parece? Según vuestra opinión, ¿qué clase de comprador muy solvente se puede encontrar allí?
Miguel reflexionó un instante y asintió con aire pensativo.
—Barrunto, mestre Joost, adónde queréis ir a parar. Os referís al otomano, al sultán turco, ¿verdad?
Joost Medern sonrió.
—¡Vos lo habéis dicho, no yo! Pero en confianza, admito que se trata de algo más que de meros rumores. Yo mismo he recorrido la región, he hablado con la gente y he examinado los libros. ¡Es una vergüenza, eso es lo que es! ¡Y no solo que le venda materias primas al turco para que fabrique cañones y otras armas que algún día serán empleadas contra nuestros soldados, es aún mucho peor!
—¿Aún peor? ¿Sabéis lo que estáis diciendo?
—¡Oh, sí, capitán, lo sé muy bien! Pues, ¿cómo lo calificaríais vos si alguien acuñase moneda en una ceca oculta? Ducados falsos, monedas de plata de bordes irregulares… —exclamó—. Supongo que, como comerciante, vos sabréis lo que eso significa, ¿no?
Sí, Miguel lo sabía. No solo que en todas partes había que molestarse en convertir las monedas más diversas, sino que también aparecían florines, táleros de plata e incluso ducados falsos de peso insuficiente. Se trataba de las así llamadas monedas degradadas, cuyas dimensiones habían sido reducidas imperceptiblemente o que solo consistían en un núcleo de hierro recubierto por una delgada capa de oro o plata. Como aquellos falsos ducados venecianos de oro que un intermediario levantino le había pagado por un cargamento de sal y que poco después, convencido de que eran auténticos, él había vuelto a poner en circulación y casi le costaron su propia nave. Según su opinión, los falsificadores de moneda se merecían la muerte. Si lograba demostrar que el abogado falsificaba moneda, estaría acabado. Sin embargo, nunca estaba de más mostrarse un tanto precavido antes de lanzar una acusación tan grave.
—Demostrar semejante cosa no es fácil, buen hombre —comentó en tono condescendiente, y le palmeó el hombro al menudo oficinista.
—Qué va, es muy sencillo, capitán —respondió Medern con una sonrisa triunfal—. Puede que Joost Medern parezca un blandengue, un cobarde y hasta un tonto, alguien a quien no se toma en serio porque lo único que tiene en la cabeza son sus inventarios, sus plumas de ganso y su tintero. Pero en realidad es un hombre atento, minucioso y previsor. He reunido pruebas.
Con gesto elocuente, se llevó la mano al dobladillo de su chaqueta y disfrutó al ver la expresión de Miguel, que pasó de una lenta comprensión a dar paso a las cejas arqueadas y luego a un asentimiento aprobatorio.
—¿Os habéis hecho con esa clase de monedas?
—No solo eso, capitán, no solo eso —se ufanó el hombrecillo, y volvió a tantear su chaqueta—. También he cosido un cuño en el dobladillo; aunque solo es uno pequeño para acuñar monedas de poco valor, bastará como prueba. Además, poseo un protocolo firmado de la moneda en cuestión, sellado por el administrador de la ceca, que quiso asegurarse de ese modo. A que son pruebas contundentes, ¿eh? —exclamó, sacando pecho y sonriendo a Miguel.
—¡Qué diablos, Medern, no cabe duda de que sois un tipo tan inteligente como valiente!
El capitán se imaginó una escena de lo más gratificante: él, Miguel de Alvaréz, acusaba al abogado ante el Consejo Municipal de Amberes de falsificar moneda y presentaba las pruebas de Medern, lo que haría que el estafador fuera encarcelado y acabara en la horca.
—Si queréis poner fin a las actividades de vuestro patrón, pero sin poner en peligro a vuestra familia ni a vos —dijo, dirigiéndose a Joost Medern—, podéis contar conmigo. Estoy con vos, mi apreciado Medern, ¡nada me gustaría más! Dejadme esas monedas a mí y con mucho gusto me encargaré de que ese miserable reciba su justo castigo. ¿Qué os parece?
Miguel apoyó la mano en el hombro del oficinista. Ante sus ojos, ese pobre diablo dejaba de ser un don nadie y se convertía en un arma afilada que serviría para atacar al abogado.
—¿Vos? Pero ¿por qué motivo? ¿En qué os atañe este asunto? —preguntó Medern con súbito recelo.
—Debido a que… Vaya, digamos que por unos derechos anteriores —respondió Miguel, y carraspeó.
El escribiente le lanzó una mirada desconfiada, pero el capitán calló.
—No sé, capitán, un asunto como este requiere reflexión —dijo Medern; parecía dubitativo.
—¿Reflexión? ¡Tonterías! ¿Acaso vos mismo no acabáis de afirmar que son pruebas contundentes?
Soltando un sonoro chirrido, la Santa Ana tironeó de la cadena del ancla, tensada por la marejada, y de inmediato Joost Medern se aferró a la manga de Miguel.
—¿Qué pasa? —gimió.
—No perdáis la calma. Solo es la brisa nocturna que nos acuna.