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Mogador, 1527
Por una parte, tras esos seis meses, Miguel aún estaba como hechizado y su vida jamás había sido tan dulce, pero por la otra su amada esposa no siempre se comportaba como él deseaba y eso lo reconcomía cada día más.
Que la vida de su mujer hubiese sido bastante extraordinaria y que tuviera dos nombres distintos —unos la llamaban lâlla Azîza, pero ella insistía en que él la llamara Mirijam— no le molestaba, y tampoco que tuviese una madre judía y que por tanto ella misma fuera judía: a fin de cuentas, una religión era tan buena como cualquier otra. En realidad, lo único que le molestaba era su tozudez, pero que en última instancia solo se debía a su erudición. Su cultura le causaba un gran asombro, pese a que todo el mundo sabía que la inteligencia de las mujeres apenas bastaba para comprender relaciones sencillas. Sin embargo, ella era capaz de captar y comprender las circunstancias más complejas y estaba muy bien informada sobre los innumerables temas que figuraban en los gruesos libros y los infolios de sîdi Alí. Pero ¿con qué fin, se preguntaba a menudo, para qué serviría semejante inmenso saber en el caso de una mujer? ¿Acaso alguien de este mundo alguna vez había oído hablar de una matemática, una experta en navegación o una astróloga? Entretanto, albergaba la sensación de que para su mujer, tales ciencias complicadas como las matemáticas o la astrología eran una nimiedad y eso le resultaba muy incómodo. ¡Le bastaba con tener en cuenta cuán difícil le resultaba a él la lectura! Y como era tan talentosa y erudita —y con ello demostraba el aspecto negativo de su erudición, que lo volvía aún más inseguro—, ella tomaba sus decisiones por su cuenta.
Miguel se pasó los dedos por el cabello y se rascó la cabeza: ¡tenía ganas de arrancárselos! Ella decidía como si fuera un hombre y llevaba sus negocios de manera independiente, pese a que al principio él había creído que solo actuaba en nombre del sherif. Pero en ese punto Miguel se había equivocado por completo y eso no le gustaba, no, no le gustaba nada. ¿Es que una mujer casada se comportaba de ese modo? En vez de ocuparse de menesteres femeninos como el hogar y del bienestar de su esposo, siempre estaba ocupada con algún asunto urgente y pensando en otra cosa.
No dejaban de acudir personas que querían saber algo o que esperaban que ella tomara una decisión, como por ejemplo sobre un plazo, el abastecimiento, la construcción de un almacén, la compra de una nueva barca y cosas por el estilo, ¡pese a que sabía que ya no era necesario que ella lo hiciera todo —eso era una tontería— puesto que él, su esposo, estaba a su lado y la apoyaba!
Miguel recorría el jardín con pasos largos sin prestar atención a las rosas y las otras flores; en cambio, hacía rechinar los dientes.
Esa mañana, por ejemplo, Mirijam estaba ausente.
—No tardaré —le dijo como de pasada—, regresaré a la hora del almuerzo.
Y se marchó; no le había pedido permiso ni le informó a dónde se dirigía. Esa conducta debía cambiar y rápidamente, antes de que él comenzara a enfadarse.
No obstante, en cuanto ella le daba la espalda, la echaba de menos. Eso era así desde que la conoció, y aunque de vez en cuando ella lo hacía rabiar, nunca se cansaba de su presencia. Durante las primeras semanas habían pasado mucho tiempo juntos y todos los días salieron a cabalgar, pasearon por la playa o por el oasis. ¡Cuánto habían reído en esos días! Después visitaron los talleres donde Mirijam le explicó todo llena de orgullo: todos los detalles del calcinado de cal, de la preparación de la lana y de la tintorería. Solo tras sus detalladas explicaciones Miguel había comprendido que ella realmente era el ama de todo y no el sherif. En aquel entonces, más que molestarlo eso lo había sorprendido, pero en la actualidad ya no le resultaba nada adecuado.
Recordaba muy bien una mañana en la que ella le dijo:
—Querido Miguel, a partir de hoy tendré que volver a ocuparme cada vez más de mi trabajo. Si no las superviso, muchas cosas quedan sin hacer o son pasadas por alto y eso no puede seguir así.
Al principio se rio, pero por lo visto ella tenía la intención de que, tras la boda, continuaría con su vida anterior y la risa no le duró mucho tiempo. Sencillamente, Mirijam hacía lo que le venía en gana.
¿Es que no se daba cuenta de que lo hacía quedar como un necio? No se sorprendería en absoluto si descubriera que hacía tiempo que los demás cuchicheaban sobre él. No obstante, él había intentado ayudarla y aportar sus propios conocimientos. A él le fascinaba el horno de calcinación, podía pasar horas observando cómo los trabajadores convertían los apestosos caparazones de los moluscos en algo tan útil como la cal. Mirijam y sîdi Alí lo habían ideado todo, desde la construcción de los hornos pasando por la calcinación y hasta la venta. Claro que era un buen asunto, pero no era un trabajo para una mujer: de ello debía ocuparse un hombre que sabía por dónde iban los tiros.
Pero cuando propuso unas mejoras para la calcinación no tardó en comprender que obtener la leña adecuada resultaba increíblemente difícil. En la región no había bastante leña, aparte de la de las preciosas tuyas, y no merecía la pena transportarla desde las remotas montañas. Así que los hornos se seguían alimentando con hojas secas de palmera, restos de madera o toda clase de materiales inflamables. Que su sugerencia hubiese fracasado aún lo enfadaba y se dedicó a arrancar hojas de los arbustos y aplastarlas entre los dedos.
¿Acaso ella nunca pensaba que quizás él se sentía postergado? A fin de cuentas, él era el capitán y no solo a bordo de la Santa Ana, a saber. Dar órdenes, supervisar tareas, dirigir acuerdos… eso era cosa de hombres, eso formaba parte de sus obligaciones. Sin embargo, Mirijam no lo consultaba y casi actuaba como si no estuviera casada. Compartía el lecho con él, desde luego, y entonces todo se arreglaba, pero ¿por qué no se ocupaba más de asuntos como la cocina o su jardín?
Pero entonces se le ocurrió que ella no había aprendido a comportarse como una mujer casada, puesto que nunca contó con un modelo femenino. Hacía años que trabajaba con su abu y en su entorno solo estaban las mujeres berberiscas y unas cuantas negras. Así que tal vez sería mejor que ambos se trasladaran cuanto antes a Santa Cruz, allí gozaría de la compañía de amigas y vecinas con las que podría hablar y a quienes podría imitar. Pero sobre todo dispondría de más tiempo para dedicarse a él, porque ya no tendría que dirigir sus talleres personalmente. En cambio, le encargarían la tarea a un administrador.
Esa idea repentina le levantó el ánimo y se restregó las manos con expresión satisfecha. Decidió que en cuanto regresara a Santa Cruz buscaría un administrador y entretanto hablaría con Mirijam con toda claridad.
Una primera oportunidad no tardó en presentarse, pues respecto a ciertos asuntos su mujer tenía unas ocurrencias absurdas… que él pensaba quitarle de la cabeza. Por ejemplo: entre sus trabajadores no había esclavos, hacía años que Mirijam los había liberado a todos y les pagaba un sueldo con regularidad.
—¡Qué manera de derrochar el dinero, muchacha! —protestó Miguel al descubrirlo—. Claro que has de tratarlos bien, y por mí también darles todo lo que, según tu opinión, les corresponde, tal como suficiente comida y ropas, sí, incluso cuidarlos cuando están enfermos si no queda más remedio. ¿Pero pagarles? No puedo aprobarlo.
Nadie podía hacerlo y era muy necesario quitarle de la cabeza semejante generosidad derrochadora.
Y el capitán le soltó un discurso, le presentó ejemplos y explicaciones, hizo comparaciones y por fin acabó preguntando:
—¿Qué te parece? ¿Cómo quedo yo cuando mi mujer se comporta de un modo tan absurdo?
Mirijam lo escuchó con serenidad e incluso una vez asintió.
«Bien —pensó Miguel, satisfecho—, al final resultó ser una muchacha inteligente, capaz de entender los argumentos de su marido». Eso le agradaba. Miguel la abrazó con la intención de recompensarla con un beso cariñoso.
Pero entonces Mirijam lo estropeó todo con una única frase.
—Agradécele a Dios que tú nunca hayas sido un esclavo.
Perplejo, Miguel bajó los brazos: imposible rebatir semejante argumento.
Pero antes de que pudiera retirarse ofendido descubrió algo nuevo, un escándalo aún mayor al que pensaba ponerle fin en el acto.
Todos los días, Mirijam abandonaba el lecho de madrugada, incluso tras una noche de pasión en la cual casi no había dormido. El motivo era que todas las mañanas de Dios recibía enfermos y buscadores de consejos, en todo caso eso fue lo que le contó su criada Haditha. Les daba la bienvenida a todos, desde un niño de pecho al que le empezaban a salir los dientes hasta una lavandera afectada de reumatismo. Primero consideró que era típico de una mujer tan compasiva y bondadosa como la suya: él no tenía nada en contra del amor al prójimo ni de la caridad.
Pero después se enteró de que no solo repartía ungüentos, tinturas y toda clase de infusiones entre los enfermos, no: además les regalaba nabos y cebollas, limones y melones de su propio huerto. «Tampoco está mal —había pensado al principio—: ¿por qué no, si disponemos de suficientes verduras?».
Pero poco después comprobó presa del espanto que incluso les seguía pagando el sueldo a los trabajadores enfermos, aun en el caso de que no se presentaran en el trabajo durante días. ¿Dónde se había visto semejante cosa, por todos los santos, y adónde irían a parar?
Remontó apresuradamente la escalera que daba a la habitación de la torre, entró y cerró la puerta de un golpe.
—¿Miguel? ¿Qué pasa? —gritó Mirijam, y se puso de pie—. ¿Le ocurre algo al abu?
—¿Al abu? ¡Tonterías, no cambies de tema! ¿Así que le pagas el sueldo a tu gente aunque no se presenten en el trabajo? ¿Dónde se ha visto algo semejante? —exclamó, nervioso—. ¡No puedes pagarles cuando no trabajan! Ellos se aprovechan, duermen a pierna suelta, beben té, ¿y encima tú les das dinero? Se están riendo de ti, ese hato de inútiles, es una incitación al desorden. ¡Una cosa así no solo es incorrecta, además es una necedad y un derroche!
—Vaya, te referías a eso. ¿Qué importancia tienen unas monedas? —replicó Mirijam, tomó asiento y volvió a coger la pluma—. Cuando se encuentran mejor, regresan. Me ha costado un gran esfuerzo enseñarles y la mayoría de ellos trabajan muy bien.
—Créeme —dijo él, procurando recuperar la calma—, cuando les das un dedo a las personas, pronto exigirán que les des toda la mano, las cosas son así. Lo sé por experiencia de la vida, ¿me oyes? Nunca has de ser demasiado generoso, porque en algún momento lo pagarás. Si no tienen que esforzarse, los trabajadores diligentes no tardan en convertirse en holgazanes. No puedes alimentarlos con miel, al contrario: has que tratarlos con dureza, porque si no se les ocurren ideas tontas.
Miguel recorrió la habitación con pasos nerviosos y ni siquiera se dignó contemplar el maravilloso panorama al otro lado de las ventanas.
Mirijam había bajado la cabeza.
—Las cosas no pueden seguir así —prosiguió en tono enérgico—. La próxima vez que me encuentre en Santa Cruz me informaré acerca de un buen administrador y contrataré un hombre que dirija y supervise al personal de manera sensata y sin derrochar el dinero.
Mirijam no comprendió enseguida.
—¿Te parece? —preguntó—. Yo ya he pensado en ello, pero ¿qué habría de hacer el administrador? No podría dejar que procediera a discreción, solo podría hacer lo que yo le ordenara.
—Seguro que querrás decir lo que yo le ordene, querida mía, porque pienso encargarme de inmediato que dispongas de más tiempo para mí. Para mí, para tu anciano padre y para todos los asuntos de los cuales una mujer se ocupa en el hogar.
El rostro de Mirijam se cubrió de un profundo rubor.
—¿Qué pasa, Miguel, es que te he desatendido?
—Bien, vaya… —dijo Miguel, escaqueándose.
Su enfado se había evaporado, aunque sabía muy bien que debiera aprovechar esa oportunidad, pero ella tenía un aspecto tan increíblemente delicado y joven, sentada ante sus libros y contemplándolo con mirada inocente. ¿Cómo podía estar enfadado con ella? Además, en última instancia debía reconocer que ella hacía un gran esfuerzo.
—No, no —dijo por fin, y la abrazó. Mirijam se acurrucó contra su pecho y le ofreció sus labios para que los besara—. Solo que de vez en cuando nuestras opiniones difieren.
«Eres un fracasado —se dijo a sí mismo, furioso, al tiempo que abandonaba la habitación de la torre, recorría el muelle y paseaba por las callejuelas del puerto—, un miserable pelele que dobla la rodilla ante su mujer». Pero ella ya aprendería con el tiempo a modificar su conducta, se consoló. Sin embargo, insistiría en contratar un administrador y hasta que encontrara uno adecuado, por él que las cosas quedaran como estaban.