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Alcazaba de Tadakilt

Un día, al anochecer, cuando ya hacía varias semanas que Mirijam vivía en el castillo, le ordenaron que le llevara al amo una jarra de sorbete: zumo fresco y frío de frutas. Las habitaciones del médico daban a un patio interior tranquilo y perfumado por las rosas, donde crecían arbustos de granados. En las aguas de un estanque azulejado flotaban pétalos de flores, bajo las arcadas iluminadas por farolas blandas alfombras y cojines invitaban al descanso y junto a pequeñas lámparas de aceite en las mesillas habían dispuesto cuencos con nueces y almendras.

Desde el día en que las otras mujeres dejaron de molestarla, cada día se adaptaba mejor a la vida en la alcazaba y, a condición de reprimir sus pensamientos y sus recuerdos y no pensar excesivamente en el destino de Lucia o cavilar sobre los motivos del traicionero capitán Nieuwer y desterrar el espantoso acontecimiento en las mazmorras al rincón más remoto de su mente, se encontraba bastante bien. Pero no podía dominar sus sueños y a menudo despertaba bañada en sudor con la cabeza apoyada en una almohada humedecida de lágrimas…

Mirijam se alegró de volver a ver al viejo hakim y cargó cuidadosamente con la jarra llena a través del jardín, evitando derramar ni una gota. En el umbral se quitó las sandalias tal como le habían enseñado y entró en el estudio. Secretamente, confiaba en encontrar al sherif hakim en compañía de un djinn. Con cautela, pero sobre todo con curiosidad, echó un vistazo en torno.

La habitación era estrecha, pero larga y de paredes altas. Vigas de cedro talladas sostenían un cielorraso pintado y el suelo de madera oscura formaba un contraste con las paredes blancas apenas visibles, puesto que estaban cubiertas de estantes hasta el techo. ¡Miles de libros, más de los que jamás había visto! Y no solo estaban bien ordenados en los estantes o amontonados en las mesas, no: también el diván casi desaparecía bajo los libros, al igual que los cojines y los taburetes e incluso en el suelo reposaban un par de libros abiertos. En pocas palabras, ocupaban todos los espacios libres.

—¿Quién está ahí, quién está ahí? Vaya, eres tú.

El médico la había visto y bajó de una escalera apoyada contra la pared de las estanterías.

Mirijam solo respondió asintiendo con la cabeza al tiempo que miraba en derredor con expresión asombrada.

—Y bien, ¿te gusta mi reino? —preguntó el hakim con una sonrisa.

Al notar el desconcierto con el que Mirijam contemplaba el desorden reinante, el médico soltó una carcajada.

—A que está desordenado, ¿verdad? —dijo, indicando el espacio con un gesto amplio—. Te haré una confesión: este es el aspecto que tiene cuando me sumo en mi trabajo. El problema es que empeora cada vez más, porque a nadie le está permitido poner orden ni limpiar. A la signora le disgusta, desde luego, y por eso siempre me está regañando —añadió, reflexionando un momento.

»Puesto que estás aquí, podrías quitarle el polvo a esos libros de allí. Después vuelves a ponerlos en el estante donde haya un hueco o los apilas donde encuentres un lugar, con los lomos hacia delante. Son muy preciosos para mí, por eso has de tratarlos con esmero, ¿oyes?

Mirijam dejó la jarra en una mesa y se puso manos a la obra. Primero buscó un paño limpio, repasó un libro tras otro con mucho cuidado y los depositó en los estantes. Poder manipular esos libros tan bonitos suponía un placer maravilloso. Rozó las cubiertas de cuero con mucho cuidado antes de depositar cada uno en el estante y enderezarlo.

En uno de los infolios abiertos depositados bajo la mesa descubrió imágenes de animales. Había dibujos de serpientes y arañas, aves y osos, y leyó atentamente las descripciones al pie de las imágenes. Tras girar la página, la siguiente imagen la asustó: ¡debía ser la de un djinn! Recorrió la línea que aparecía debajo de la imagen con el dedo y deletreó la palabra ELEFANTE. Oyó un carraspeo y alzó la vista. El médico estaba a su lado, contemplándola fijamente.

—¿Te gusta el libro? —preguntó.

Mirijam asintió, luego señaló el extraño animal y alzó las cejas con expresión curiosa.

—Eso es un elefante, un animal maravilloso. Dos pizcas de marfil en polvo procedente de sus colmillos son buenas para la lepra —dijo el médico, que seguía contemplándola fijamente.

Luego pasó a la página siguiente del libro.

—¿Y este qué animal es? —preguntó, y señaló la imagen de un ave gigantesca, observando su reacción con atención.

Una vez más, Mirijam recorrió la línea con el dedo y sus labios formaron la palabra FÉNIX.

—Sabes leer —dijo el médico en voz baja.

Mirijam asintió y devolvió el libro al estante.

—¿Y también sabes escribir?

Mirijam volvió a asentir con la cabeza. Claro que sabía leer y escribir, el abogado Cohn incluso la había elogiado por su bonita escritura.

—¿Y también sabes sumar y restar?

Entonces Mirijam asintió con los ojos brillantes: jugar con las cifras siempre había supuesto un gran placer.

El sherif hakim le lanzó una mirada pensativa. Luego se llevó las manos a la espalda y recorrió la habitación de un lado al otro, cavilando. Por fin le tendió un trozo de papel y le indicó una pequeña mesa situada a un lado.

—Coge un taburete, pequeña, y toma asiento. Te daré tinta y pluma. Después escribe tu nombre, quién eres y describe tu vida anterior. Solo pagué cinco dinares por ti porque afirmaban que eras enfermiza, de baja cuna e incluso débil mental. Pero es evidente que provienes de una casa buena y que eres inteligente. Así que cuéntame tu historia.

Cuando la cocinera, inquieta por su larga ausencia, se asomó al estudio, vio algo que la desconcertó: Azîza, la galopilla muda, estaba sentada ante la mesa escribiendo mientras el señor le hacía una pregunta tras otra. La muchacha escuchaba sus palabras, reflexionaba un momento y después por lo visto escribía la respuesta. El señor leía las oraciones y le hacía otra pregunta.

¿Acaso lo que veía era la magia en acción?

—Me sorprende que los corsarios no pidieran un rescate por ti —dijo el sherif, paseando de un lado a otro con aire pensativo—. Si hubiesen sabido lo que yo acabo de descubrir, a saber: que provienes de una buena familia, jamás habría podido comprarte. Entonces hubieras permanecido en las mazmorras y hubiesen pedido un rescate por ti. Incluso es de suponer que te hubieran tratado bastante bien hasta que llegaran noticias de Amberes, puesto que dados tus antecedentes habrías supuesto una mercancía valiosa para ellos.

«Pero el capitán había insistido en advertirme que no me presentara como candidata para una transacción de rescate», pensó Mirijam. «¿Por qué?», se preguntó; todavía no podía responder a esa pregunta. ¿Y Lucia, qué le había ocurrido a Lucia? Al recordar su inquietante sueño de las monedas que cubrían los ojos de su hermana se estremeció. O —y solo entonces pensó en ello—, ¿acaso habían pedido un rescate por su hermana y quizá ya lo habían cobrado? ¿Es que Lucia ya estaba regresando a su hogar? Apuntó sus preguntas y le tendió el papel al anciano.

—Tienes razón, es curioso —comentó el médico—. Preguntas y más preguntas que lamentablemente soy incapaz de contestar, pero veré qué puedo hacer. La próxima vez que vaya a Al-Djesaïr me informaré y haré averiguaciones. Y hasta entonces —prosiguió, le apoyó las manos en los hombros a Mirijam y esta alzó la vista—, hasta entonces seguirás siendo Azîza, tanto para mí como para todos los otros de la casa. Porque mientras no sepamos qué se oculta tras todos estos misteriosos asuntos es mejor que nadie conozca tu verdadero nombre. Además, podrías ayudarme en mi trabajo. ¿Te gustaría?

De madrugada, cuando por fin Mirijam se tendió en su lecho, se sentía ligera y contenta pese al cansancio y una sonrisa le iluminaba el rostro. Nunca había bebido una gota de vino, pero supuso que, tras disfrutar de una copa de vino, uno debía de sentirse tal como ella se sentía en ese momento.

A partir de entonces, Mirijam entraba y salía del estudio del médico. Ordenaba aparatos y libros, arreglaba los papeles depositados en las mesas y escribía lo que él le dictaba, tanto si se trataba de recetas de brebajes curativos como de complicados cálculos de las órbitas de los astros. De paso, el sherif le enseñaba la lengua árabe, el latín y el griego, la instruía acerca de los elementos y le hablaba de la Piedra Filosofal, mediante la cual se podía convertir un metal común en oro. Ella adoraba escuchar sus explicaciones mientras que a él le agradaba instruirla.

Le gustaban especialmente los caracteres ondulados de la lengua árabe; el árabe se escribía de derecha a izquierda y al principio su pluma se resistía y la hoja se cubría de borrones, pero con el tiempo adquirió destreza y los caracteres se volvieron más nítidos y elegantes.

—Es una pena —decía el sherif hakim de vez en cuando, y lanzaba un suspiro—, es una pena que no puedas pronunciar las palabras de esa lengua melodiosa.

Cada vez que mencionaba su mudez se le encogía el pecho, porque a veces casi lograba olvidar dicho defecto y entonces sus palabras le causaban una dolorosa punzada. Claro que sabía que el viejo médico no le estaba haciendo un reproche, al contrario, puesto que no dejaba de buscar un medio para hacer que recuperara el habla. Aun cuando dicha búsqueda todavía no había dado resultado, los esfuerzos del sherif hicieron que la confianza de Mirijam en él aumentara. Se sentía cuidada y protegida por él y era una sensación que anhelaba hacía mucho tiempo.

Entretanto, de vez en cuando lograba pensar en Amberes sin tanta angustia, en su padre, en la tata Gesa y en todos los demás y se dio cuenta hasta qué punto había dado por hecha esa sensación de seguridad. Y cuando estaba de un humor especialmente alegre, a veces se permitía pensar en Cornelisz.

En cierta ocasión —y aún lo recordaba con el pulso acelerado— un maravilloso día de primavera ella, Cornelisz, Lucia y Gesa habían recogido flores de saúco con el fin de preparar unas tartas especialmente sabrosas. Cornelisz no tardó en cansarse y entonces trenzó una corona de flores del prado y la depositó en sus oscuros rizos. Le lanzó una mirada de admiración, la abrazó con cierta torpeza y le besó los cabellos. Después se ruborizó y echó a correr. Mirijam recogió sus faldas y corrió tras él.

—¡Cornelisz! —gritó una y otra vez—, ¡aguarda!

Por fin él se detuvo, Mirijam notó que Gesa y Lucia recogían hierbas a cierta distancia, hierbas que necesitarían durante en el invierno. Por eso reunió todo su valor, cogió la mano de Cornelisz y susurró:

—Por favor, Cornelisz, quiero que seas mi amigo.

—Siempre seré tu amigo, Mirijam —respondió él, también en voz baja—. Siempre. Lo juro.

Entonces se llevó la mano de ella a los labios y la besó, como si ella fuera una auténtica dama. A partir de entonces soñaba con Cornelisz e incluso secretamente con una vida a su lado.

—El pachá desea verme —dijo el viejo médico después de unas semanas—. Es de suponer que alguien de su casa ha enfermado y en casos delicados, su médico de cabecera —un hombre muy cauteloso— prefiere consultarme a mí. La larga cabalgata hasta Al-Djesaïr me resulta incómoda, pero es inevitable.

Se despidió acariciándole el cabello y lanzándole una sonrisa, en respuesta a su mirada interrogativa.

—No, no he olvidado lo que queremos averiguar con respecto a tu hermana y al asunto del rescate o de Amberes. Hablaré con diversas personas y quién sabe, con la ayuda de Alá quizá tus preocupaciones acabarán convirtiéndose en agua de borrajas.

Poco después, Mirijam observó cómo la pequeña caravana se adentraba en el verdor del oasis y por fin desaparecía de su vista.

A partir de entonces, cada atardecer remontaba la escalera hasta la terraza de la torre septentrional, oteaba el horizonte y observaba cómo aparecían lentamente las estrellas en el cielo cada vez más oscuro. El hakim afirmaba que en ellas estaba oculto el futuro de los seres humanos y que no solo resplandecían allí, en el desierto, sino también en el cielo de Amberes. Era una idea consoladora que hacía que se sintiera conectada con las personas de su hogar a través de la tierra y los mares.

Mientras oteaba el horizonte y contemplaba las estrellas, mientras observaba los rebaños de cabras y ovejas que regresaban del pastoreo y las antorchas y las hogueras se encendían en todas partes, lograba cada vez más apartar el recuerdo de aquellos últimos y aterradores días pasados junto a Lucia. De momento, no le había hablado al hakim de esa ominosa hystera de la que habló el sanador sarraceno. Imaginar los humores que surgían del bajo vientre e invadían el cerebro era demasiado horripilante y además… ¡No, no quería pensar en ello! Prefería imaginar cómo sería si Lucia de repente estuviera allí y las dos volvieran a hablar y reír cuando ambas se relataran sus experiencias. O aún mejor, cómo se deleitarían recordando su hogar… Era lo que soñaba todas las noches en la terraza al tiempo que se mantenía ojo avizor aguardando el regreso de la caravana del hakim.

Y también se encontraba en la torre el día de su regreso. La brisa nocturna desaparecía, el aire empezaba a refrescar y, una tras otra, las estrellas aparecieron en el firmamento oriental. Solo cuando la noche estaba a punto de caer, vislumbró la nube de polvo de la caravana, echó a correr a toda prisa hacia la gran puerta y le indicó al guardia que el señor regresaba.

De inmediato, el castillo se animó, acudieron los esclavos y los criados, encendieron antorchas y farolas y la signora se lanzó a preparar arroz con azafrán, almendras, pasas de uva y trocitos de pollo asado, uno de los platos predilectos del señor.

Cuando Alí el-Mansour, cubierto de polvo, arrugado y con mirada cansada, se acercó a Mirijam, ella vacilaba entre el temor y la esperanza. Un rápido vistazo bastó para comprobar que no había otro viajero más en la caravana, sobre todo que Lucia no se encontraba entre ellos y, con expresión temerosa, contempló el rostro del viejo.

Estaba cansado y sediento, tras la agotadora cabalgata le dolían todos los huesos del cuerpo y solo ansiaba descansar. Pero lo aguardaba esa niña de cabellos revueltos, a la que debía rendirle cuentas. Sentía compasión por ella, la pequeña había pasado por cosas horrendas y entonces justamente él tenía que causarle más pena. Por más que disfrutaba de la curiosidad y la avidez de saber de Azîza, ¡por Alá!, y por más que se alegrara de sus progresos, a veces el amor paternal que sentía por ella resultaba doloroso y soltó un suspiro.

—Ven al jardín, pequeña —dijo el hakim en voz baja, y se adelantó—. He de decirte algo.

Las hojas de las palmeras resplandecían a la luz de las farolas. Proyectaban sombras plumosas sobre el suelo de azulejos y a sus pies murmuraba la fuente. Allí, en ese lugar tranquilo y armónico, el anciano médico se vio obligado a destruir todas las esperanzas que habían surgido en el corazón de Mirijam durante las últimas semanas.

—Alá, el Omnisciente o si lo prefieres, Dios Todopoderoso, ha acogido a tu hermana Lucia en su seno —dijo, y carraspeó—. Me informé y, a través de fuentes confiables, averigüé que en aquel entonces fue vendida al harén del pachá, pero que no tardó en caer víctima de la fiebre. Llora tranquila, hija mía —añadió, alzándole el mentón y hablando con voz enronquecida por el afecto—, llorar cura el alma. Muchos no soportan el calor, sobre todo las gentes del norte, o los martiriza la nostalgia. Eso también debe de haberle ocurrido a tu hermana. Me dijeron que su fin fue rápido, que no sufrió durante mucho tiempo.

La voz del médico se apagó.

El anciano no trató de consolar a Mirijam con promesas sobre la vida tras la muerte o los placeres del Paraíso, ya sea el islámico o el cristiano. Pero la abrazó, la acunó entre sus brazos y le acarició el pelo.

—Además, averigüé que nadie pidió informes desde Amberes o desde otro lugar —añadió después de un momento—. He de decírtelo con toda claridad, hija mía: nadie ha preguntado por vosotras, nadie mencionó vuestros nombres y nadie quiso saber si vuestro rastro, el tuyo y el de tu hermana, conducía a Argel.

Siguió abrazándola y acariciándole los cabellos, procurando consolarla.

Pero no mencionó los confusos rumores sobre su tío, el abogado judío que, según decían, se había hecho con una inmensa fortuna en la ciudad natal de Mirijam de manera sumamente misteriosa. No existían indicios concretos de una conducta deshonesta por su parte, solo rumores y sospechas, así que era mejor callar.

Además, ¿acaso debía de haberle explicado precisamente entonces que, con casi total seguridad, su último pariente urdía planes criminales?