Hacía un frío que pelaba en el despacho de la esquina. Era el 15 de noviembre. El tiempo se había esfumado. Entraban nuevos asuntos. Dos nuevos asesinatos. Dos hombres. Uno acuchillado en el parque de Sofienberg y otro estrangulado en un local nocturno. El equipo estaba agotado. Las grandes superficies acristaladas atraían el frío a la habitación. La oscuridad se pegaba a la ventana. Eran las ocho y diez. Marian Dahle temblaba de frío, dobló el periódico que estaba leyendo y lo tiró sobre la brillante superficie de la mesa. Se levantó y miró a Cato Isaksen mientras estiraba las mangas de la chaqueta de punto color rojo vivo.
—Jo, que frío hace en este despacho. Me alegro de no ser yo quien tiene que trabajar aquí dentro.
Cato Isaksen levantó la vista de sus papeles. Los radiadores eléctricos crujían. Ocultó un bostezo con la mano.
—Ya le tenemos, Marian, por fin. Lennart Hjertnes será condenado por el asesinato de Lilly Rudeck. Es horrible cuando los asesinos se libran, es como si te hicieran burla.
—Estoy de acuerdo —dijo y se inclinó para acariciar la cabeza de Birka. Por un momento vio ante sí a Tomas Carlsson muerto en el suelo.
De pronto, Irmelin Quist asomó la cabeza por la puerta. Vio a Marian y su sonrisa se marchitó. Movió su mirada hacia Cato Isaksen.
—Te habrás acordado de desenterrar las dalias, ¿verdad?
—Claro —mintió Cato Isaksen sonriendo—, están perfectamente alineadas en el sótano.
—¿Y has cortado las flores y las hojas?
—Sí, sí —dijo rápidamente y notó lo hambriento que estaba—, recuerdos de Bente.
—Salúdala de mi parte —dijo y desapareció.
Marian le miró.
—Mientes. ¡Qué coño! Has matado las flores de la bruja del archivo.
Cato Isaksen suspiró, se puso de pie y cogió la chaqueta del respaldo de su silla.
—Buenas noches —dijo—, me llevo el periódico a casa. Aún no he podido leer todo el artículo. ¿No pensarás quedarte en mi oficina?
—Yo también me voy —Birka se levantó, la miró esperanzada y movió el rabo—. Por cierto, ha empezado a nevar ahí fuera. ¿Lo has visto?
—No, no lo he visto. He tenido la nariz metida en documentos y he escrito informes durante horas.
Los dos recibieron un sms en su móvil a la vez.
—Voy a ver —dijo Marian abriendo el mensaje. Sonrió, se echó hacia atrás y rió muy alto.
—Qué fantástico, ¡qué genial!
—¿Qué?
—Ellen y Roger han tenido un hijo muy pequeñito. Casi un mes antes de tiempo, pero todo ha ido bien. Roger dice que…
—Una buena noticia —dijo Cato Isaksen, sonriendo—, ahora Roger va a ponerse a prueba. Los asesinos no son nada comparados con un bebé llorón. Pregúntame a mí, sé de lo que hablo.
—Me alegro de sólo tener un perro. Roger dice que nunca se ha sentido tan fuerte, como un oso.
—Seguro que serías una madre estupenda, Marian —dijo Cato Isaksen poniéndose la chaqueta—, no todas las madres son como…
Marian Dahle abrió la boca asombrada. El dicho de que el mayor arte en la guerra es aplastar al enemigo sin luchar apareció de pronto en su conciencia. Eran sus palabras, pero se había convertido en la técnica de Cato.
Cato Isaksen se dio cuenta de que era una frase poco apropiada. No debería haber mencionado a su madre en estas circunstancias.
—Tienes unos genes de cuidadora tremendos, por lo menos cuando se trata de animales —añadió.
—Idiota —dijo ella—, no hagas bromas con eso. Siento mucho haber dicho que odio a mi madre. Porque no la odio, simplemente no me importa.
—Así no se le habla al jefe, Marian.
—Pero es verdad, eres un idiota. Si sólo hubiéramos sido capaces de pasar los pocos centímetros del umbral que nos separa, podríamos ser muy buenos amigos, Cato. Yo creo que somos los mejores amigos. Pero si es que yo te venero. Pero…
La miró serio. Cogió el Aftenposten, lo dobló y apuntó hacia ella.
—Eres un asesino de dalias —dijo ella—, idiota.
Su rostro se abrió en una repentina sonrisa.
—Marian —dijo—, te prometo una cosa. Te juro que te voy a enseñar a abrir puertas con una ganzúa.