El pueblo estaba bellamente situado junto al lago. Después de cuatro horas de coche, dos paradas para tomar café, y tramos interminables de carreteras rodeadas de abetos, amplios campos y granjas pintadas de rojo, el coche civil de policía hizo su entrada en el centro de Kristinehamn. Eran casi las doce y había una actividad frenética en las calles que presentaban una feliz mezcla de casas blancas de madera y nuevas construcciones.

—Varios de esos departamentos están en el 19 de Nya Kyrkogatan —dijo Marian apartándose el pelo de la frente. Se quitó las gafas de sol y las dejó sobre el salpicadero—. Joder, qué calor. Qué calles peatonales adoquinadas tan bonitas. Y tiendas de deportes y galerías de arte una junto a otra. Mira, allí hay un sitio para aparcar. Voy a aparcar. Tú bájate y que te indiquen dónde es.

Cato Isaksen preguntó a una señora con un cochecito de bebé. Señaló calle arriba y dijo que debían girar a la derecha. Abrió la puerta del coche, asomó la cabeza y dijo:

—Pasando la feria, ahí arriba, un edificio de ladrillo rojo lleno de instituciones públicas. Tal vez deberíamos dejar el coche aquí e ir andando.

—Vale. ¿Has visto?, ahí está la comisaría —hizo un breve gesto con la cabeza—. ¿Nos pasamos ahora un momento para que nos den una confirmación de que podemos retirar los documentos que necesitamos? ¿No podrías entrar y arreglarlo mientras echo monedas en el parquímetro?

—Yo me ocupo —replicó mientras se remetía la camisa en el pantalón.

Le esperó junto al coche hasta que regresó. No fueron más de cinco minutos.

—Unos bañistas han tenido un accidente en alguna parte —dijo—. Me ha dicho el de guardia, que estaba atendiendo tres teléfonos a la vez, que todo el personal disponible se encuentra allí. Pero iba a dar aviso y prepararnos las cosas. Ocupémonos de esos malditos departamentos primero. Lo intentaremos con el fax que ya tenemos, el de la policía de Estocolmo. Resulta que tienen un horario, ¿sabes?

—Lo tengo aquí. Marian apretó la carpeta de plástico contra su estómago. Colgado del hombro llevaba su bolso de piel. El cartel lucía frente a ellos: Nya Kyrkogatan, 19. Dirección General de Enfermería.

Cato Isaksen se subió las gafas de sol a la cabeza. Sobre el picaporte de la puerta de haya habían pegado un cartoncito con celo. Horario de verano: abierto de 10:00 a 16:00. Almuerzo de 12:00 a 13:00.

—Malditos servicios públicos. Una hora entera para comer. No tenemos todo el día. No nos va a dar tiempo, Marian. ¿Ahora qué hacemos?

—Hagamos las cosas de una en una. Tenemos que ir a Västerborre y a Sahlgjärda. Y necesitamos contactar con Oluf Carlsson. Preguntemos a alguien y empecemos por lo que esté más cerca. Aquí tienes las llaves del coche, ahora conduces tú.

Al principio no encontraban el hospital psiquiátrico del pueblo, pero pararon a un transeúnte que caminaba por la carretera.

—Sahlgjärda está un poco aislado —dijo inclinándose para señalar—. En esa dirección. Id a la derecha en el semáforo del cruce del centro comercial Coop Forum. Y luego, a la derecha otra vez. Un gran edificio de cemento amarillo dentro de un parque. No tiene pérdida.

Marian sonrió y dio las gracias. El hombre llevaba una minúscula bandera sueca prendida en la solapa.

Tenía los faxes y las direcciones en el regazo. Revisó rápidamente los papeles. Las dos líneas de escasa información sobre Britt Else Buberg. La información no está disponible, ponía en el encabezamiento de una de las hojas.

—También quiero ir luego a la calle Söder, 12. Donde vivía Buberg antes de mudarse a Noruega —una intuición se había abierto paso en su interior.

Después de equivocarse una vez, por fin tomaron una curva y vieron los grandes edificios en medio del frondoso paisaje, precedidos de césped y flores. Los edificios, que en la distancia parecían recién restaurados, podían recordar tres palacios.

—Es ahí —Marian Dahle se soltó el cinturón de seguridad—. Me voy bajando, tú puedes aparcar mientras tanto —observó los pequeños senderos de grava que cruzaban el parque en varias direcciones.

Antes de que le diera tiempo a decir nada, ella ya se había bajado del coche y cerrado de un portazo. Cato Isaksen entró en el aparcamiento y dio la vuelta al coche.

Marian Dahle se encaminó al edificio, subió por la ancha escalinata y atravesó la pesada puerta de roble. El umbral estaba gastado y astillado de tantos pies que habían entrado y salido. Y vuelto a entrar, pensó. El sudor corría por su cuello. Un paciente estaba de pie en el centro del suelo de baldosas grises de la recepción y miraba desconcertado a su alrededor. Éste era un lugar que reconocía. Aquí había largos pasillos y gruesos muros, llanto y silencio. Tenían comida suficiente y medicinas suficientes. El tiempo estaba detenido. Pensó en su madre, en que tenía plaza en la enfermería de una residencia de ancianos normal. Era insuficiente. De veras insuficiente. Echó un vistazo al reloj y se acercó al mostrador de recepción. ¿Cómo iban a poder hacer todo lo que tenían previsto en las pocas horas que les quedaban? Notó que aumentaba la ansiedad por fumar. El estrés era como una cinta en torno a su frente. La mujer de la recepción le sonrió mientras miraba por encima de sus gafas y le preguntó con amabilidad a quién deseaba visitar.

—Tenemos una cita…

Marian Dahle no había acabado de explicarse cuando Cato Isaksen apareció tras ella. Hizo un gesto, puso la mano con camaradería sobre su brazo. Toda ella se estremeció, el gesto amistoso la atravesó como un rayo.

—Tenemos una cita con el gestor —dijo con autoridad enseñando su identificación a la recepcionista— y no disponemos de mucho tiempo.

La mujer se puso de pie y les pidió que esperaran un momento. Volvió al cabo de unos minutos y los guió a través de una puerta y por un largo pasillo.

—Así que aquí ha estado Britt Else Buberg —susurró Marian mirando a Cato Isaksen—. Está tan silencioso.

—Sí, afortunadamente. A ver qué encontramos aquí. Han pasado treinta y tantos años desde que Buberg estuvo aquí. Y no creo que tengan datos que puedan servirnos de algo.

—Pero sencillamente tenemos que saber…

—¡Os echo tanto de menos! —gritó de pronto un chico joven tras ellos. Empezó a correr en sentido contrario. El ruido de sus pasos golpeaba el suelo. Luego todo quedó en completo silencio.

La recepcionista les pidió que esperaran en una pequeña salita de muebles amarillos. El techo tenía molduras en forma de rosas y en la pared había una gran foto de una flor con un bebé en el cáliz. Cato Isaksen se sentó en el pequeño sofá de dos plazas que ocupaba una de las paredes laterales.

Olía fuerte. A soledad y angustia, pensó Marian Dahle acercándose a la ventana. El aire estaba plagado de susurros; hacía frío como en un congelador lleno de escarcha. Un lugar para la tranquilidad y el análisis, donde los familiares podían dejar a los individuos que clasificaban como locos o difíciles.

Bajó la vista hasta una pequeña fuente que tenía una estatua delante. ¿Por qué los lugares como éste siempre eran tan hermosos? ¿Por qué no podían limitarse a encerrar a la gente en edificios feos y cerrar la puerta? Una mujer de espalda encorvada y el cabello gris en desastrados mechones estaba sentada en un banco con la mirada perdida. Cuando se la llevaron, su madre era como una niña pequeña. Había lanzado escupitajos a Marian, gritado que era una niña miserable y desagradecida, que no merecía comer. Marian se había tapado los ojos y los oídos, intentando que sus dedos alcanzaran. La goma que llevaba en el pelo estaba torcida y enredada. El blusón se había rajado por un lado.

En la habitación había una mujer de pelo blanco. ¡Pam!, sonó de pronto.