La comisaria Ingeborg Myklebust mostraba en la frente una arruga causada por la preocupación. Vestía un pantalón gris y una camisola blanca con topos grises.
—Así que la causa por la que no creéis que sea una casualidad que esta mujer fuera empujada desde un séptimo piso es que la puerta de la terraza estaba cerrada por dentro y que había una cazuela con agua hirviendo en el fuego. Y que no hay señales de violencia en la puerta de la entrada.
Cato Isaksen entró apresurado.
—¿Habéis empezado?
El sol ya había calentado la sala de reuniones, aunque apenas pasaba de las nueve y media. La bóxer Birka jadeaba tumbada bajo la mesa. Los demás la tapaban lo mejor que podían con las piernas. Evitó mirar a Marian Dahle. Cogió dos de los periódicos que había repartidos sobre la mesa ovalada. Tanto VG como Dagbladet tenían el caso de la caída en su portada. «Probablemente la empujaron» era el titular de VG, con una foto grande de la testigo en portada. «Cayó desde el séptimo piso» era el texto de Dagbladet, con una foto granulada del bloque de pisos abriendo su edición.
—Así que, a pesar de todo, llegaron a tiempo de publicarlo hoy. ¿Habéis localizado al portero?
—No, tiene el móvil apagado —dijo Marian Dahle estirando las piernas mientras rascaba la espalda de Birka.
—Es raro que no conteste, debería estar localizable. Pero he hablado con el hombre del segundo. No tenía nada que añadir. Lleva un camping en alguna parte.
Randi Johansen se levantó para abrir la ventana, esbozando una sonrisa a Cato Isaksen.
—La verdad es que ya estoy harta del verano. Por mí ya podría empezar a hacer frío —el aire, mezclado con el humo de los coches, entró a ráfagas en la habitación—. He hablado con el conductor que llevaba el autobús esa noche. Cree recordar que subieron dos pasajeros en la parada de Stovner. Un hombre de cabello gris y otro que llevaba puesta una gorra y llevaba una bolsa de deportes.
—Venga, siéntate —Ingeborg Myklebust señaló la silla que había junto a Tony Hansen. Cato Isaksen sacó la silla y se sentó.
—La zona fue registrada con perros hasta bien entrada la noche de ayer, pero el rastro se pierde en el sótano —dijo Randi Johansen.
Ingeborg Myklebust desabrochó el primer botón de su blusa.
—¿En el sótano?
—Sí. Hay que atravesar el sótano y salir por una puerta trasera. Parece que nuestro chico malo la utilizó. Tenía que disponer de llave. Hace falta la llave para entrar en el sótano.
La comisaria Ingeborg Myklebust miró a Marian Dahle.
—Marian, a ti que se te da tan bien la gente mayor… Hay que reconocer que llevaste el caso de la anciana de Høvik con brillantez. Y dado que esta Astrid Wismer es la única que puede identificar a Buberg… ¿Podrías ir con Cato a buscarla? Luego habrá que llevarla al Anatómico Forense para que la vean.
Cato Isaksen miró malhumorado a la jefa de sección.
—Eso lo puedo hacer solo sin ningún problema. Por cierto, Ellen está allí ahora.
Roger Høibakk le interrumpió.
—Lo más probable es que el asesino sea alguien conocido, alguien que estaba de visita —tamborileó los dedos sobre la mesa—. Pueden haberse enfadado, puede haber pasado algo.
—Las colillas del suelo del balcón —dijo Randi Johansen—, la puerta de la terraza que estaba cerrada…
—Dentro de unos días tendremos los resultados de los análisis de ADN —confirmó Roger Høibakk—, en la copa de vino sólo estaban las huellas de Buberg. He hablado con Ellen. Y el picaporte estaba limpio.
—He contactado con el registro civil de Suecia otra vez, para asegurarme —Marian Dahle se agachó rápidamente y empujó a Birka bajo la mesa—, Buberg no tiene ningún pariente con vida. Sólo el padrastro jubilado. Llegó a Noruega hace más de treinta años. Antes de eso vivía en algún tipo de institución pública cerca de Kristinehamn.
—¿Institución pública? —Cato Isaksen se inclinó sobre la mesa.
—Sí, un hospital, Västerborre.
—¿Qué clase de hospital? ¿Un psiquiátrico o qué?
—No, un hospital corriente.
—¿Has verificado por qué estaba allí?
—El hospital me envió unas pocas líneas por correo electrónico. Algo de unos valores hematológicos alterados y cosas así. Llamé a Ellen. Estaba con Wangen. Dijo que podía tratarse de una infección. Que podía ser grave, y también no tener ninguna importancia.
—Entonces se curó, ¿no?
—Por cierto, Marian, encontré el nombre de un médico de ese hospital —comentó Randi.
—Bien. ¿Le has localizado? —Marian Dahle pasó la mano por la superficie de la mesa y a la vez recibió un sms—, un segundo, voy a contestar a este mensaje —dijo levantándose—, tiene algo que ver con el curso de adiestramiento de perros en Fredrikstad.
—He intentado localizarle —continuó Randi y miró a Cato Isaksen— ahora es viejo, claro, y ya no trabaja allí. Contestó a mi primera llamada, pero negó haber tenido nada que ver con el caso. Dijo que en Suecia hay cientos de personas que se llaman Oluf Carlsson.
Marian volvió a sentarse.
—He llamado a toda clase de organismos oficiales —continuó—. No colaboran mucho. La policía de Kristinehamn dijo que sería más fácil si fuéramos por allí.
Cato Isaksen suspiró profundamente.
—Ir por allí, ¿para qué serviría eso? Tienen que poder mandarnos información por correo electrónico, o zanjar el asunto por teléfono.
—No tienen capacidad. Y ahora menos, están invadidos por turistas nacionales y extranjeros. A ellos también les falta personal. Y es documentación que no tienen a mano. Algún policía pedorro de por allí tendría que reunir información de distintas instancias. Recopilar informes de aquí y allá, escanearlos y enviarlos —Marian suspiró—. Es precisamente lo que había pensado que hiciéramos Randi y yo si tuviéramos una oficina más grande. Entonces podríamos…
—Entonces podrías ¿qué? —dijo Cato Isaksen echando una rápida mirada a Ingeborg Myklebust. Ella le sonrió con prudencia.
—Archivar…
—¿Archivar? ¿Para qué? Este asunto no tiene nada que ver con otros anteriores. Olvídate ya del despacho de la esquina, de una vez por todas —Cato Isaksen echó un vistazo al reloj y se puso de pie—. Voy a buscar a Astrid Wismer. Está informada y ha aceptado reconocer a la fallecida. Los demás podéis continuar con la reunión y planificar cómo vamos a repartir las tareas de ahora en adelante. Luego nos vemos.
Ingeborg Myklebust reunió sus papeles y se levantó.
—No te olvides de Marian, ¿vale? Yo tengo una reunión con el jefe de la Policía Criminal Martin Egge. El ministerio está trabajando en un nuevo plan de acción y quieren nuestra opinión. Así que nos vemos luego. Cato, tú me informas de los progresos que se hagan. Hasta luego —hizo un gesto con la mano, se dio la vuelta y salió por la puerta. Cato Isaksen la siguió con la mirada a través del tabique de cristal mientras desaparecía pasillo abajo.
—Vale, pues será mejor que vayamos a la residencia de ancianos —se levantó de golpe y miró irritado a Marian Dahle—. Que todos sigan con lo suyo. Marian, nos vemos en el aparcamiento dentro de cinco minutos. Y sé que ese animal está sentado debajo de la mesa —los otros sonrieron. Cato Isaksen tenía la boca seca. El día anterior había comido demasiada pizza y había dormido mal—. Por supuesto que el animal no puede venir al Anatómico Forense. Te espero en el coche.