Entreabrió la puerta un poco y miró por la rendija.
—Joder, lo que has tardado en abrir —dijo Cato Isaksen—. ¿Cómo te va?
Marian Dahle le miró enfadada y abrió la puerta un poco más. El corazón latía en su pecho.
—¿Qué haces aquí?
Cato Isaksen la miraba.
—Tienes el pelo de punta. Está electrificado. Vengo de camino de Grefsen. He ido a buscar unas plantas a casa de Irmelin Quist. Pareces destrozada. ¿Tienes fiebre?
—No es exactamente eso —tragó y se pasó la mano por el cabello. De repente, se dio cuenta de que llevaba la camiseta al revés.
—¿Puedo entrar?
Le miró fijamente.
—No —de pronto, Birka estaba resoplando y moviendo el rabo en la puerta. La mantenía cerrada con la rodilla. Pensaba deprisa. Si no le dejaba entrar, empezaría a preguntarse por qué—. Es que lo tengo todo desordenado, hay un montón de cartones por el suelo y trastos en el recibidor.
—No tiene importancia. Estoy acostumbrado al desorden. Por lo menos la perra se alegra de verme.
—Se alegra de ver a cualquiera. Recibiría haciendo fiesta hasta a un ladrón. ¿No tienes que ir a casa a plantar esas chifladas flores tuyas?
—Lo haré esta noche.
Abrió la puerta del todo. Cato Isaksen pasó el umbral. El pequeño recibidor estaba pintado de un color oscuro. El suelo estaba cubierto de plásticos y cartones. Birka metió el morro en su mano y saltó a su cadera.
—Karin Carlsson dio a luz a su hijo en la casa de la calle Söder, 12, el 10 de marzo de 1973 —dijo mirando la pintura marrón descascarillada de la cómoda que había junto a la pared. La miró, se fijó en que parecía distante—. Tenemos que hacerle las pruebas de ADN a Tomas Carlsson en la cárcel. Y también pediré que se las hagan a Oluf Carlsson. Si dio a luz a su hijo en casa… Puede que ahí tengamos algo. Randi ha intentado sin éxito encontrar la historia del embarazo de Karin Carlsson.
—Tal vez él fuera el niño al que dio a luz Britt Else Buberg —dijo Marian relajando los hombros. Se había arrancado el vestido y lo había lanzado dentro del armario—. Puede que Carlsson fuera el padre, ¿es eso lo que quieres decir?
—Tomas Carlsson está cumpliendo condena —dijo Cato Isaksen—. En cierta manera es el hermanastro de Buberg o, quiero decir, tal vez, su hijo. Pronto saldrá en libertad. Pero el 23 de julio estaba encarcelado, así que podemos descartarle como asesino. No hemos hecho un informe tras nuestro viaje a Kristinehamn.
—¿Por qué está encarcelado? —Marian se inclinó y recogió una de las tiras de plástico.
—Robo a mano armada. No asesinato. Sólo robo a mano armada —Cato Isaksen empujó al perro con un movimiento decidido e intentó posar los pies en los huecos que encontraba entre el plástico y los cartones—. ¿Se puede saber qué estás haciendo? —a través de la puerta vio en el espejo que en la pared del otro extremo había un escritorio con un ordenador portátil. Resplandecían en la luz azulada. Varios montones de papeles estaban esparcidos sobre la mesa—. ¿Estás trabajando en casa? —preguntó él.
—No —dijo ella rápidamente y se acercó a cerrar la puerta del salón. Su corazón dio un salto mortal cuando vio un extremo del vestido de Hanne Elisabeth Wismer asomar bajo una de las puertas correderas del armario empotrado—. Será mejor que me acompañes a la cocina —dijo dejando la tira de plástico sobre el aparador.
La siguió.
—Acogedor —dijo, arrepintiéndose al momento. Los muebles de la cocina eran de los años sesenta. El linóleo estampado de color amarillo mostaza estaba suelto junto a la pared. La ventana estaba manchada de gotas de lluvia resecas.
—Bueno, siéntate —sacó una silla de cocina y empujó una pila de platos sucios de la encimera al fregadero. Todo lo que sabía la atravesaba a ráfagas—. Estabas cabreadísimo en el viaje de vuelta de Suecia —dijo en tono de reproche.
—Estaba cansado. Buberg tenía un apartado postal en Tåsen. Y puede que la inquilina de Wismer se tiñera el cabello.
—¿Te apetece algo de beber? La hija de Astrid Wismer fue asesinada.
Asintió.
—Sí, gracias.
—Tendrá que ser agua —Marian abrió una despensa, agarró un vaso, abrió el grifo, lo llenó y lo puso de golpe frente a él sobre la superficie gastada de la mesa. El cuerpo nunca fue hallado.
Miró el vaso. El agua estaba blanca y parecía templada.
—Gracias —dijo. Dejó el agua sin tocar—. Es sólo que descubrí que Astrid Wismer y Britt Else Buberg llevaban puestas las mismas joyas.
—¿Sí? ¿Y qué pasa por eso? —sacó el último cigarrillo del paquete y se lo metió en la boca.
—Buberg llevaba el collar y Wismer los pendientes.
—Wismer y Buberg eran buenas amigas. Puede que le haya regalado esa joya —encendió el cigarrillo. La esquela se había perdido en el inodoro.
Cato Isaksen apartó el humo con un gesto elocuente.
—Pasé por la calle Nordberg, donde vivió Astrid Wismer antes de mudarse a Stovner, sólo por echar un vistazo.
—¿Sí? ¿Dónde estaba ahora el asesino, dónde estaba Hoen?
—Randi y Roger creen que Buberg vivía en el apartamento de la planta baja de la casa de Wismer. La vecina dice que allí ha vivido una mujer, pero que tenía el pelo claro. Además, la hija de Astrid Wismer falleció a los 17 años.
—¿Ah, sí? —sentía una zarpa en su estómago. Pegó una calada intensa al cigarro y dejó caer un poco de ceniza sobre un platillo blanco—. ¿Cómo habéis descubierto eso?
—Randi lo descubrió a raíz de comprobar a Astrid Wismer y eso del dinero.
—Lo sé. Yo también lo he descubierto.
—Me lo imagino —sonrió—. Tal vez deberíamos revisar los archivos después de todo. Revisar casos antiguos, como tú dijiste.
—¿Por qué? ¿Qué tienen los archivos que ver con esto? —Marian Dahle se levantó, dejó el cigarrillo en el borde del fregadero de acero, abrió la nevera y sacó una Coca-Cola. En cuanto Cato se hubiera marchado, introduciría el documento de identidad de Lennart Hoen en el portátil. Desenroscó el tapón de la botella y se la llevó a la boca—. Pero tengo intención de hacer cambiar esa norma interna sobre la retirada de archivos —se secó con el dorso de la mano—. Es inoportuno. Ingeborg Myklebust no entiende nada. He hablado de eso con Martin Egge. ¿Por qué tenemos que pasar por los administrativos para sacar documentos?
—¿Que has hecho qué? ¿Hablar con el tito policía? ¿Cómo conseguiste que el jefe de la policía judicial te cuidara el perro?
Marian Dahle se rió un instante.
Cato Isaksen se llevó el vaso a los labios y tomó un sorbo del agua templada.
—Por supuesto que no has hablado de esto con el director de la policía judicial.
—Por supuesto que sí.
—Myklebust va a estallar.
—Pero para entonces estaré en otra jugada, tendré algo concreto que enseñar. Ya verás. Ven aquí, Birka, chica guapa. Por cierto, ¿has escrito el informe de Suecia?
—¿Es por eso por lo que te haces la enferma, para no tener que escribirlo? —de pronto, se dio cuenta de que ella llevaba la camiseta al revés.
—No me hago la enferma, Cato. He estado vomitando toda la noche. Si quieres pruebas, puedes ir al baño y echar un vistazo.
—No, muchas gracias. Tengo que volver —se levantó y salió al pasillo—. ¿Cuándo vendrás?
—Luego. ¿Has terminado el informe?
—Es que tú tienes los documentos —puso la mano sobre el picaporte y se volvió hacia ella—. Tal vez sea hora de que…
Marian notó cómo el sudor brotaba en el nacimiento de su cabello.
—Sí, sí, te daré los de… Suecia. Espera aquí un momento, los voy a buscar.