Morris Soma rellenaba la máquina de café cuando el hombre de cabello gris entró en la gasolinera. Eran las seis y media. Tenía un aspecto sucio y descuidado, como si hubiera dormido en el bosque, pensó Morris. Su jefe le había dicho que le diera al hombre lo que quisiera. No hacía falta que pagara. Había venido algunas veces, una de ellas con el tipo del traje de motorista.

—Tú levantas temprano —dijo sonriendo.

El hombre no contestó, se limitó a asentir brevemente con la cabeza, observó sus dientes blancos, se dio la vuelta y fue rápido a la nevera de puerta transparente para sacar cuatro cartones de zumo de manzana. Los puso sobre el mostrador, cogió un periódico y le echó un rápido vistazo antes de volverlo a dejar en el expositor. Luego estuvo rebuscando en la estantería de los sándwiches y pidió una bolsa de plástico.

—Quiero ocho —dijo—. Espero que aguanten unos días.

Morris Soma puso los artículos en una bolsa. El tufo del aceite de las patatas fritas ya flotaba pesado en el aire del local. Todavía no había tenido tiempo de fregar el suelo. Estaba lleno de arena.

El hombre lanzaba breves miradas por la ventana. Morris Soma le miró inseguro La policía había pasado unos días antes para preguntar si había visto a Lilly. Dijo que no, que no la había visto. Preguntaron dónde vivía. Eso no le gustó. Vivía en un contenedor en la misma parcela de la gasolinera. Era de ocho metros cuadrados y no tenía una ventana de verdad, sólo un respiradero encima de la puerta. No tenía permiso de trabajo e iba a volver a los Países Bajos, donde vivían sus hermanos, dentro de unas semanas.

—También necesito cigarrillos y un par de encendedores —dijo el hombre fijando la mirada en algún lugar por encima de él—. Y papel de cocina, y maquinillas y espuma.

Morris salió de detrás del mostrador y se acercó a la estantería de los productos de aseo. Estaba orgulloso de entender tan bien el noruego. El hombre le seguía con la mirada. Morris cogió un envase con dos rollos de papel, espuma de afeitar y maquinillas y se dio la vuelta otra vez. El hombre le miraba fijamente: a la cara, a los pies. Morris Soma bajó la vista. Llevaba puestas las deportivas blancas, las que le dio Lilly. Nike. Número 44. No había nadie más en la tienda. Un coche paró frente a uno de los surtidores. Morris metió las últimas cosas en la bolsa.

—¡Devuélveme mis zapatos, maldito ladrón! —gritó el hombre de pronto y levantó el puño—. ¿Crees que no he visto cómo andabas por el camping por las tardes y las noches?