Había una conexión entre los dos universos. Una historia fantástica y deslumbrante originada por un hombre que pronto moriría. Tomas Carlsson superó la cima de una colina con el viejo Volvo. Notaba la dirección demasiado floja y faltaba presión en las ruedas. El cuentakilómetros no funcionaba y el reposacabezas estaba suelto. Pero era el coche que tenía. El violador quería encontrarse con su hijo en un camping desierto. Tomas había leído sobre el camping en los periódicos. Era allí donde su madre adolescente había trabajado treinta y cinco años antes. Y era allí donde la chica polaca había desaparecido a principios de agosto.

—Ja, ja —Tomas rió en voz alta y se metió dos comprimidos de Valium en la boca, tragándolos con agua de una botella—. Biología. Allí donde fui concebido pronto va a suceder algo espantoso. En la tierra, entre el brezo. Exactamente en el mismo sitio.

Pensó en su abuela. La que se fue de casa un día cuando Lennart tenía 14 años. Bien por ella, pensó Tomas, se libró del hijo del demonio. Toda la historia hervía en su cabeza desde que la policía encontró el cadáver debajo de la terraza del hogar de su infancia. Astrid Wismer era la hermana de Oluf. Esa hermana de la que no quería hablar. Lo que contaban en casa es que había sido difícil e incontrolable, que no era buena con Karin. Que tuvieron que interrumpir el contacto. Que no era temerosa de Dios. Tomas aceleró. El aire frío entraba gimiendo por la puerta mal cerrada. Apoyó la cabeza sobre el respaldo y se preguntó por qué querría Lennart Hjertnes encontrarse con él en realidad. ¿Quería ver su propia maldad fracasada con sus propios ojos? ¿O había algo más? ¿También él llevaría un arma? ¿Iban a estar allí como en una vieja película del oeste viendo quién desenfundaba más rápido?

Randi Johansen sacó un pañuelo estampado del bolsillo y se sonó enérgicamente.

—¿Es hoy el día que vas a ese cursillo para perros, Marian?

—Sí, en Fredrikstad —dijo levantándose—. Es un entrenador muy especial, se concentra en las posibilidades de los perros bien entrenados para que se desarrollen. Birka necesita algunos estímulos. Al fin y al cabo trabaja a jornada completa en la sección criminal.

Los demás se rieron, pero Cato Isaksen no.

—Creo que ya es hora de que se reeduque. Y esa tumbona para perros que hay en tu despacho…

—No se va a reeducar, Cato, sólo va a seguir con su formación —Marian echó un vistazo al reloj—. Tengo que irme.

—Sí, se hace de noche pronto —dijo Randi—. En septiembre es como si sólo quedaran retazos de luz.

—Tengo que revisar dieciocho montones de papeles esta noche —dijo Cato Isaksen—. Me va a tocar quedarme aquí hasta bien entrada la noche.

Marian Dahle abrió el portón trasero y Birka saltó al interior. Ella se acomodó en el asiento del conductor, giró la llave y puso el coche en marcha. La perra daba vueltas en el maletero.

—¡Túmbate! —gritó Marian molesta—. ¿Qué pasa?

Salió del parking, giró a la izquierda en la rotonda junto a la ópera y siguió por la carretera de Moss. Una fina capa de humedad cubría el asfalto. Podía estar escurridizo. En una curva abierta cambió de marcha y aceleró. Birka tosió.

—¿Te encuentras mal? —miró por el retrovisor—. Ahora, cálmate.