Lilly Rudeck miró a su alrededor mientras pasaba el vestido sobre su cabeza. En el claro del bosque los troncos de los pinos se alineaban rectos y oscuros unos junto a otros. Las copas parecían lanzas oscuras contra el cielo gris del anochecer. Susurraban débilmente. Los últimos restos de la luz del sol aparecían como un triángulo rojo en el horizonte. Tras la colina de suelo reseco, donde llegaba el sendero desde la carretera.
Un Volvo viejo pasó por el camino de grava. El conductor apretó el acelerador y una nube de humo salió del tubo de escape.
Puso el vestido sobre la mesa polvorienta que estaba atornillada a los bancos de madera. Se abrió paso entre las matas de fresas salvajes, hasta la orilla, y caminó sobre el fondo cubierto de piedras hacia el mar abierto con su anticuado bañador turquesa. Algunas de las piedras eran afiladas. Abrió los brazos para mantener el equilibrio, llevó una mano a la nariz. Olía a jabón y desinfectante. Hoy había fregado los baños y las duchas durante varias horas. Ewald Hjertnes había recibido quejas sobre la limpieza y era ella quien tenía que hacer el trabajo, mientras que Julie y Shira se lo pasaban en grande vendiendo salchichas y helados en el quiosco.
Lilly notaba el frío del agua como un dolor en las piernas. Veía ante sí los ojos estrechos y grises de Ewald Hjertnes. Julie y Shira le contaron que, hacía muchos muchos años, habían matado a una chica joven justo aquí. Parece que habían encontrado su vestido entre la hojarasca.
El agua bailaba y resonaba en círculos contra las piedras marrones. Escuchaba a lo lejos el zumbido de la carretera principal. Camiones que reducían una marcha para subir la cuesta.
Su observatorio estaba a menos de cien metros. Aguzó la mirada. Desde allí la superficie del agua parecía casi negra. Pensó en lo ocurrido en el sótano. Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo, pero apenas habían transcurrido unas horas. Recreó todo en su mente: el vapor, el ruido de las lavadoras, el olor de la mujer. El desconcierto lo había activado todo de nuevo. Aquella foto estaba otra vez en su cabeza.
Y ahora era Lilly. Siempre llegaba sobre esa hora. Diez y media, once, cuando todos los demás se habían vestido y retirado a las tiendas o las caravanas. Entonces se desnudaba y nadaba junto al área de descanso que había a la entrada del camping. Lilly nunca se bañaba con las otras dos tontuelas, nunca de día y nunca en la playa. Se escapaba hasta aquí, a este lugar solitario junto al camino. Se había recogido el pelo en un moño despeinado. Sus ojos decían: ven-a-cogerme-si-puedes-tonto. Al mirarla, todo en él se oscurecía de forma peligrosa. La sangre latía en su sexo. La furia y el odio. La pena y el llanto. Todo.
Su bañador tenía un corte recto, anticuado. Recordaba que su madre había tenido uno así en los años sesenta. Miró fijamente sus muslos. En la parte superior, junto a la goma del bañador, temblaban fofos.
—Desde luego que tienes comida suficiente, cerda gorda —susurró con los dientes apretados.
Ella echó a nadar alejándose de la orilla. Él vio que sacudía la cabeza un par de veces, miraba hacia los lados para comprobar si alguien la observaba. Parecía una gallina enjaulada. Pensó que éste era el mejor momento. A pesar de todo se sentía bien. Se daba fuerzas, planificaba, antes de que todo estallara.
Ladeó levemente la cabeza para oír mejor, pasándose la mano por la barbilla marcada por un lunar. Vio que atravesaba a nado una fina capa de semillas de flores que se mecían junto a la orilla. La miró fijamente. De repente, ella metió la cabeza bajo el agua y braceó enérgicamente unas cuantas veces, alejándose antes de volver a salir a la superficie, secarse los ojos, girar y mirar directamente hacia su escondrijo. Él se tiró al suelo de golpe, buscó esconderse tras un arbusto. Sintió frío y calor a la vez. El agua resonaba contra las piedras de la ribera.