—No nos va a dar tiempo, Marian. También tenemos que localizar al tal Oluf Carlsson —Cato Isaksen notaba cómo el hambre hacía sonar sus tripas—. No tengo ninguna gana de hacer noche aquí.

—Vuelvo dentro —dijo mirando el borde del asfalto que se había resquebrajado junto al parterre reseco. Los coches pasaban zumbando por la carretera.

—¿Volver a entrar? ¿Ahora? ¿Por qué?

—Por supuesto que no vamos a pasar la noche aquí, Cato. Tú tienes que volver a tu terraza, y yo, con Birka.

—Pero, por qué…

—Sólo voy a conseguir ese documento.

—No Marian. Vuelvo a la comisaría otra vez. Y se Solucionará. No te lo vas a llevar sin permiso. No es forma de hacer las cosas.

—Es la manera. Fingiré que voy a buscar el fax. Se quedó con nuestro fax, el de la policía de Estocolmo.

—Marian…

—Vale, tú vete a la comisaría, pero en todo caso yo necesito entrar al baño. Luego nos encontramos en el coche.

Cato Isaksen bajó por la calle y volvió a subir las escaleras de la pequeña comisaría. Faltaban unos minutos para las cuatro. El sol le recalentaba la nuca. Abrió la puerta y entró en la sala. Las persianas estaban medio bajadas y dejaban rayas blancas y negras sobre el suelo de linóleo. El policía de guardia, el mismo de antes, levantó la mirada y le saludó con la cabeza.

—Hola otra vez —dijo Cato Isaksen. En la ventana había unas macetas con plantas resecas. Le explicó la situación—. ¿Ya han vuelto del accidente de los ahogados? Necesito esa confirmación de que podemos tener acceso a los documentos relativos a Britt Else Buberg. Hemos venido de Oslo para eso.

—Han vuelto a salir —dijo el policía—, pero tengo el papel listo para ti. Lo voy a buscar.

Cato Isaksen relajó sus hombros y miró la hora.

—Me parece que no nos va a quedar más remedio que pasar la noche aquí.

—Puede ser difícil —dijo el hombre alcanzándole el documento—. Ahora en verano casi todo está lleno. Pero sé de un sitio. Puede que tengan una habitación libre. Se llama «Kronkärrs fårgård».

—Kronkerrs forgård —intentó pronunciar Cato Isaksen—. Bueno, queremos intentar irnos a casa hoy, pero ¿dónde está?

—Cerca de la ciudad. Coge el camino de la izquierda en el cruce que hay detrás del museo grande y conduce un par de kilómetros hacia el oeste. Allí veréis el cartel.

—Gracias. ¿Puedes indicarnos dónde vive un tal Oluf Carlsson? Aquí tengo su dirección —desdobló una cuartilla sobre el mostrador marrón oscuro—. Avenida de Lambert, 5.

—Ésa es la residencia de ancianos. A dos minutos en coche. A la izquierda, pasada la estatua de Picasso.

—Y la calle Söder, número 12, ¿también sabes dónde está?

Marian Dahle volvió a entrar por la puerta principal. Delante de ella iba una madre con su hijo adolescente lleno de granos. Se mantuvo tras ellos mientras bajaban por el pasillo. A través de la pared de cristal esmerilado vio la silueta de la mujer rubia inclinada sobre el teclado de su ordenador. La madre y el hijo entraron en la sala de espera y se sentaron en las sillas que había junto a la pared. Marian Dahle esperó en el pasillo. Notó lo seca que tenía la boca. Estaba mareada de hambre. Esperó a que la madre y el chico estuvieran junto al mostrador. En cuanto la mujer de ojos azules se levantó para buscar algo en la habitación de al lado, Marian Dahle apareció dando la vuelta a la pared de cristal, esbozó una sonrisa hacia los dos que esperaban y se coló decidida tras el mostrador a la velocidad del rayo.

—Hola, hola —dijo a la mujer y a su hijo. No contestaron. Recogió el fax y arrancó el archivador de la estantería—. Se me había olvidad esto —dijo sonriendo y asintiendo con la cabeza—. ¡Qué calor hace!

El chico de los granos la miró somnoliento.

—Buenas tardes —saludó, y desapareció de la habitación saliendo por el pasillo a toda velocidad.

Cuando los perdió de vista, se metió los papeles en la cintura del pantalón y los tapó con la camiseta. La virtud del descaro, pensó otra vez, nadie me acusará de no tenerla. Pasó por el pasillo sin ventanas y salió por la puerta principal de vidrio y madera de arce. El sol lucía como una lente de aumento en el cielo azul. Las puertas de arce oscilaban tras ella como dos alas.