Roger Høibakk miraba a Randi Johansen. El coche civil de color gris que conducían estaba parado frente a la calle Nordberg, 68.

—Era Cato, van a tener que pasar la noche en Kristinehamn —dijo echando un vistazo a su pelo oscuro en el retrovisor.

—Y esos dos juntos… Dios mío —Randi bajó del coche y Roger hizo lo mismo.

Observó la casa. Una casa cuadrada de madera roja. La pintura estaba reseca y los tablones horizontales cuarteados y separados de la pared en algunas zonas. Entre las losetas de la entrada asomaban hierba y musgo.

—Esperaremos a que Cato vuelva antes de ponernos en contacto con Wismer. Tiene buena sintonía con ella.

Roger asintió.

Unos chicos adolescentes jugaban al fútbol un poco más abajo. Oían sus voces y sus risas que subían y bajaban.

—Así que aquí vivía Astrid Wismer hasta hace seis años —dijo Randi—. Tiene aspecto de cerrado. Está claro que no hay nadie en casa. ¿Marian y Cato habían descubierto algo en Suecia?

—No estoy muy seguro. Me parece que ni ellos mismos lo tienen claro. Esto parece vacío.

Randi Johansen entró en el patio, subió los pocos escalones y llamó a la puerta. Nadie abrió. Dio la vuelta a la esquina y bajó una escalera de piedra en el lateral de la casa. Roger la seguía. El jardín tenía varias alturas. Debajo de la terraza parecía haber un estudio con entrada propia. Tras el seto del jardín vecino los contemplaba una mujer. Randi Johansen apartó unas ramas y le enseñó su placa. Vio algo que se alejaba saltando, tal vez un gato, y preguntó a la gruesa mujer si podía hacerle unas preguntas.

—¿Por qué estáis aquí? —preguntó la mujer.

—Se trata de un caso que estamos investigando. Astrid Wismer vivía aquí hace unos años. No está directamente involucrada, pero se trata de alguien a quien ella conocía. ¿Cuánto tiempo llevas viviendo aquí?

Roger Høibakk bajaba por la escalera. La mujer le observó.

—Doce años.

—Entonces conocías a Astrid Wismer, ¿verdad? —Randi Johansen sacudió la mano para apartar una mosca.

—Sí, claro. La conozco bien. Está ingresada en una residencia de ancianos.

—Sí, lo sabemos. ¿La visitas alguna vez?

—Sí, claro. En Navidades y fechas así. Hace seis años que vendió la casa.

—Y antes de mudarse, ¿vivía sola en esta casa tan grande?

—Sí, desde que murió su marido sí, claro. Pero alquilaba la planta baja.

—Ah, ¿sí? Tal vez a una mujer de mediana edad… —dijo Roger Høibakk.

—Sí, precisamente.

—Recuerdas el nombre de esa señora, o qué aspecto tenía.

—No, no lo sé… tenía un aspecto muy normal, la verdad. Rubia.

Randi y Roger se miraron. Entonces Wismer y su inquilina se mudaron a la vez, pero Buberg no era rubia.

Roger Høibakk tomó el relevo:

—¿Sabes qué fue de la inquilina?

—No, no tengo ni idea. Cuando se vendió la casa tuvo que mudarse, claro. Astrid nunca hablaba de ella.

—¿Has oído alguna vez el nombre de Britt Else Buberg, sabes algo de ella?

—No, nunca he oído ese nombre —dijo la mujer y se agachó para recoger un gato negro.

—Más o menos qué edad tendría la inquilina rubia…

—No sé qué decir. Tal vez 40 —el gato se agitaba. Se agachó y lo soltó.

—Cuarenta…

—Sí, algo así; hace seis años, así que ahora será más mayor.

—¿Sabes si trabajaba?

—No, creo que no. Pasaban mucho tiempo juntas en el jardín y eso. Al principio los tres, porque entonces Rolf Wismer vivía.