Ewald Hjertnes notó cómo el tufo a mar salado y algas podridas le envolvía. Llevaba un chándal azul con «Rødvassa» impreso en el pecho y una gorra con visera y publicidad de una marca de pintura. En la comisura de los labios tenía un cigarrillo y en la mano derecha un gato.
Con el aire frío del anochecer la humedad llegaba en oleadas desde el agua. Los tréboles rojos lanzaban un aroma dulce. El camping sólo estaba a unos pocos centenares de metros de la carretera principal, aun así no se oía ni un sonido del tráfico. Estaba orgulloso de eso. Era el tupido bosque el que detenía el ruido, pero también la disposición del paisaje. Aunque la mayoría de las familias con niños estaban a punto de retirarse, quedaban críos que gritaban, balones inflables botando de un lado a otro y gente que caminaba descalza por el sendero empedrado que iba de la playa a las duchas y los aseos. Llegaba un coche. Era el tipo con pinta de Jesucristo que vivía en la tienda pequeña al principio del bosque. Ewald Hjertnes se hizo a un lado y saludó. La grava crujió bajo las ruedas cuando el coche pasó despacio.
Siguió el sendero que llevaba al agua y tiró la colilla entre unos arbustos, antes de cambiar el gato de mano.
Gente vestida de verano tenía preparada una festiva cena frente a las cabañas de camping. Había cerveza y barbacoa sobre pequeñas mesas de plástico blanco, con manteles de color chillón. Olía bien, tenía hambre. En un rincón un perro agotado descansaba tumbado. Tres niños gritaban y hacían ruido en los columpios. Su madre intentaba hacerles comprender que era hora de irse a la cama. Ewald no pudo evitar pensar en William. Odiaba los chillidos y el jaleo. Tal vez el trabajo de portero no fuera el idóneo para él. Debería tener su propia casita.
Él pasaba todo el invierno en el piso de Stovner, esperando. Sólo tenía estos meses, de mayo a agosto, en Rødvassa. Cuando bajaba en un primer viaje en Semana Santa, era como si la vida recomenzara. Siempre tenía una sensación ritual cuando aparcaba el Lada ante la cancela e introducía la llave en el candado húmedo de la cadena que cruzaba el camino. Todo tenía un aspecto miserable en primavera. Los ratones se habían comido parte de la madera y los cojines de la caseta. La hierba amarillenta y las hojas oxidadas asomaban entre la nieve. A menudo, las caravanas estaban cubiertas de hielo y nieve hasta abril. Estaban allí todo el invierno con tablones de madera y fundas de plástico sobre las ventanas. Muchas veces, el hielo había quemado la hierba. Siempre resembraba a principios de mayo. En otros sitios tenía que atacar la hierba marchita con una guadaña. Los campistas no empezaban a llegar hasta junio, y entonces siempre asignaba a las tiendas de campaña los sitios más frondosos. Ponía especial cuidado en rastrillar y adecentar en torno a las caravanas que tenían alquileres largos. Era importante cuidar de los visitantes fijos. Algunos llevaban treinta años viniendo. El verano era su época. A mediados de agosto cerraba. Y estaba cansado, eran muchas las cosas que tenía que atender.
Sonrió a la señora exuberante. Era una de las visitantes habituales. Estaba recogiendo dos grandes toallas de baño amarillas colgadas de la silla de plástico frente a la entrada de la tienda.
Ewald Hjertnes hizo un gesto con la mano y continuó entre las tiendas hacia el agua y las caravanas.
—¿Cómo te fue en Moss? —gritó tras él.
—Acabo de volver, mi hermano no estaba en casa.
—Por Dios bendito —miró fijamente el gato que llevaba en la mano—, ¿vas a matar a alguien?
—La caravana de Pettersen está inclinada. Llegará en cualquier momento. Ya sabes lo puntilloso que es con las cosas.
En ese mismo momento le vio. William Pettersen estaba al final del sendero, donde empezaba la playa, y esperaba con su traje de cuero.