—Puede que haya pasado algo en el sótano —explicó Roger Høibakk, manteniendo abierta para él la puerta del portal.

Cato Isaksen entró. Los inspectores de escenarios del crimen trabajaban intensamente. Un sargento recién licenciado llevaba el dispensador blanco en la mano y estiraba la cinta roja y blanca entre el ascensor y la barandilla de acero. El aspirado de los escalones y recogida de otras pistas en las escaleras de piedra se sucedían sin descanso.

—Parece que ha ocurrido algo en el cuarto de la colada —repitió Roger Høibakk dando un paso atrás.

—¿Qué? —Cato Isaksen echó un vistazo a la hilera de gastados buzones verdes. Sus ojos recorrieron rápidamente los nombres deteniéndose en Britt Else Buberg. Su buzón estaba en la mitad de la segunda fila.

—Detergente por todo el suelo, jefe. La puerta estaba completamente abierta. Alfombrillas lavadas en las máquinas. Una fregona en el suelo, como si alguien hubiera intentado protegerse. Claro que pueden haber sido unos niños jugando. No tiene por qué tener nada que ver con el caso. Pero los investigadores están asegurando las pistas, por si acaso.

Randi Johansen subió del sótano.

—El portero se llama William Pettersen. Su apartamento está en el sótano, pero no está en casa.

—Estaba aquí muy poco antes de la caída —comentó Roger Høibakk—, le han visto varias personas.

—Vale, investiga eso —Cato Isaksen se pasó la mano por la frente sudada.

—Su piso está junto al cuarto de la colada —continuó Randi—, mientras que los trasteros están tras la otra puerta. Hemos hablado con los vecinos que están en casa. Apunté los nombres de los que aún están de vacaciones. Un matrimonio del quinto, Agnes y Roar Lunde. Y un tal Ewald Hjertnes, del segundo. Además de Sally Wahlstrøm y Alf Toregg en el octavo y cuatro familias más.

—Está bien —Cato Isaksen se puso un nuevo par de escarpines de plástico y se mantuvo pegado a la pared mientras subía unos cuantos pisos. Randi Johansen le seguía.

Varios vecinos sacaron la cabeza por la puerta y miraron con curiosidad a los investigadores. La policía había bloqueado el ascensor e intentaba convencer a la gente de que volviera a sus casas.

—Comprueba los antecedentes de todos los vecinos del portal, y verifica posibles vendedores o comerciales por la zona.

Tony Hansen bajaba.

—Lo he comprobado con tráfico, jefe. Buberg no tenía permiso de conducir. Los perros han seguido una huella, Cato, pero se pierde en la parada del autobús. Y la parada está justo al lado del aparcamiento. Así que quien sea también puede haberse ido en coche. Voy a verificar los horarios de los autobuses y hacer que alguien interrogue a los conductores.

Cato Isaksen murmuró una respuesta y continuó escaleras arriba. Sonó su móvil. Era Sigrid que decía que su hijo pequeño quería hablar con él.

—Tengo un problema, Sigrid. Acaba de surgir un nuevo caso. Sí, en este momento —Cato Isaksen notó irritado que le molestaba el eco de las paredes.

—Vale, pero sólo va a decirte una cosa.

Cato Isaksen se giró resignado hacia Randi a la vez que la voz de su hijo Georg llegaba a su oído.

—No te doy permiso para quitar mi arenero, Papá. Es sólo eso.

—Pero si te has hecho muy mayor, Georg.

—No soy tan mayor, Papá.

Cato Isaksen esbozó una sonrisa.

—Vale, entonces no lo quitaré —cortó la conversación y se volvió hacia Randi otra vez.