Marian Dahle tropezó en el último escalón y salió disparada de cabeza hacia la puerta. Cayó echa un ovillo sobre el felpudo y emitió una risita entrecortada. La borrachera de vodka cubría sus pensamientos como una manta brillante y ondulante. Tenía que concentrarse. Entrar en casa.

Creía recordar que el chico de las gafas de acero había subido la butaca por las escaleras un rato antes. Se habían reído tanto que casi dolía. Había dejado la butaca delante de su puerta. Pero entonces empezó a sobarla y ella le dio un puñetazo en la barbilla. Creía que eso era lo que había pasado.

Miró fijamente a la butaca. Sí, ahí estaba. Qué jodidamente fea era. Rió, pasó por encima, cerró la puerta tras ella y consiguió de alguna manera entrar en el salón. La superficie del escritorio nuevo se movía. La pequeña foto enmarcada de las dos chicas en el sendero estaba junto a la copiadora. Pero ¡no podrían estarse quietas! La imagen se deshizo y parecía agua. Se agarró al borde de la mesa con las dos manos, se inclinó y fijó la vista en los papeles que acababa de dejar caer del sobre gris de tamaño A4 que había en el expediente número 1026. Diez veintiséis, eso era seguro o, por lo menos, era lo que ponía. Recordaba eso, o algo parecido.

Cogió una carpeta con la mano y volvió a tirarla sobre la superficie de la mesa. Los papeles volaban de un lado a otro, y un montoncito cayó al suelo con un estallido. Una esquela salió volando y cayó a sus pies. Había estado sujeta a una hoja con papel celo. El adhesivo se había deshecho y casi desintegrado. Se puso de rodillas y lo levantó. Las letras nadaban de un lado a otro, se separaban y volvían a contraerse. Había una W, una uve doble, y una i y una s. Y al final del todo m, e y r. Wismer. El nombre intentó prenderse. Elisabeth Wimer. Wimer. Wismer, ponía. Hwismer. ¿Por qué ponía eso? Marian levantó el brazo y volvió a dejar el recorte de prensa amarillento sobre la mesa. ¿El chaval de las gafas de acero se había roto algo? ¿Llevaba el brazo en cabestrillo? No, era Carlsson quien se había roto el brazo. ¿Por qué se había roto el brazo? Hipó, fue andando a cuatro patas hasta la tumbona del perro y puso la mejilla sobre la tela resbaladiza. Madre de Dios, ¿se había roto algo?

Belcebú. Si alguien adora a la bestia y a su imagen y usa su nombre. El humo de su padecimiento se eleva por toda la eternidad, no tienen paz ni de día ni de noche. Samarcanda. Huella sobre la almohada. Las gaviotas en la barandilla. El brazo en cabestrillo. Poco higiénico. Aún llevo conmigo todo lo que me diste.

Su corazón se saltó un latido. Las náuseas subieron como una masa amarilla por su garganta. Se levantó, tropezó por el suelo, y consiguió salir por la puerta del salón. Dos pasos por el recibidor y entró al baño. Sus rodillas restallaron contra el suelo cuando se agachó frente a la taza. Se vació una y otra vez. Quedó tumbada en el suelo con un sudor frío, mientras se tapaba la frente con una mano todo el tiempo. ¿No podía la habitación estarse quieta? Se puso de pie y fijó la vista en el espejo del lavabo. Volvió tambaleándose al salón, pasó el marco de la puerta y cayó de rodillas. Se arrastró hacia la tumbona para perros. Puso la cabeza sobre ella. ¿Por qué era tan jodidamente pequeña?