Ewald Hjertnes oía el tictac del reloj de pared. Dejaba claro que el tiempo seguía pasando, a pesar de todo. Escuchó. El silencio crecía amenazador a su alrededor. La policía le había devuelto las llaves. Encontraron el plato roto. Lennart había estado allí. Ésta era la pesadilla que tenía desde aquel día de verano en que su madre se marchó. Tuvo la intuición de que las cosas podían ser aún peores. Cuando le habló a Lennart del hombre del ascensor, vio que se transformaba. Fue una semana antes de que tiraran a Buberg por la terraza. Ewald dijo que estaban hechos en el mismo molde. Tiene que ser tu hijo. El hombre era exactamente igual que él. Tenía el pelo cano, estaría en la treintena y el ascensor se detuvo en el séptimo. No debía haberle dado esa información a Lennart, era peligroso hurgar en el alma turbia de su hermano. Al momento vio los indicios en su rostro. Ewald Hjertnes oyó el ruido del motor de un coche que arrancaba. Se acercó para abrir la puerta de la terraza. Vio el vehículo desconocido que se alejaba y pensó en ese mismo instante, en la calle, hacía mucho tiempo. Cuando el coche se fue, llevándose a su madre. Un corte, como si alguien hubiera seccionado un rollo de película. Tenía miedo, la temporada había terminado, el camping estaba cerrado. Oyó voces infantiles fuera, en el césped. Vio que William estaba agachado plantando bulbos de tulipán en la gran jardinera junto al aparcamiento. Flores para la primavera, pensó. Volverá a ser primavera. Verano en Rødvassa. La hoz, hierba, arbustos, grava, los ratones que mordisquean. Las gaviotas.

Las voces infantiles bajo su ventana le molestaban. Sintió cómo la oscuridad recorría su cuerpo cuando se acercó a la barandilla y gritó:

—¡Id a otro sitio a jugar!

La rubia llevaba un anorak rojo. Levantó el rostro hacia él. Era la niña del séptimo. La morena llevaba un anorak rosa que tenía sucias las gomas que remataban las mangas.

—Ahora Barbie se muere, Elianne —dijo, y metió en la tierra una pequeña pala rosa de plástico.

La rubia volvió a bajar la mirada.

—La enterraremos entre los rosales. Le quitaré el vestido.

—Sí, porque se ha caído de la terraza y entonces no sirve de nada tener un avión de papel o un coche de plástico. Cuando te mueres, te has muerto. Es una tontería que sea para siempre. Te conviertes en una luz y tienes que vivir con Dios en el cielo. Y no te hace falta llevar un vestido.

—¡Podéis ir a otro sitio! —Ewald Hjertnes sentía como todo se estaba deshaciendo. Se inclinó sobre la barandilla y estalló en Sollozos.

Llamaron al timbre de forma insistente y ronca. Fue apático hacia la puerta y la abrió. Estaban sobre el felpudo. Las dos niñas. La rubia le alcanzó un avión de papel.

—Puedes quedarte con esto.

—Porque lloras —le dijo la morena.

Ewald Hjertnes cerró la puerta de golpe. El estallido del impacto subió como un eco por la escalera. Miró fijamente el avión de papel. Lo deshizo, iba hacia la cocina, hacia los armarios y el cubo de basura. Estaba a punto de echarlo en el cubo de plástico azul cuando lo vio. Las letras bailaban hacia él en una bonita letra redonda: Lennart Hoen.