La zapatería ocupaba la esquina de un viejo edificio de madera. Marian Dahle y Cato Isaksen bajaron del coche. Asle Tengs comprobaría lo del hombre de tez oscura de la gasolinera, antes de volver a Oslo. El edificio de la zapatería estaba pintado de color ocre, y estaba flanqueado por dos casas de madera antiguas. En el piso de arriba estaba la vivienda de Lennart Hjertnes. Marian siguió con la mirada a un perro suelto que cruzaba la calle. Las dos empleadas de la zapatería no pudieron dar a los investigadores información sobre dónde estaba su jefe.

—Lennart está de vacaciones —dijo una de ellas—. ¿Podemos darle un recado?

—No —respondió Cato Isaksen.

—Nos pueden llamar si aparece —dijo Marian y les dio su tarjeta.

El móvil de Cato Isaksen sonó cuando salían por la puerta. Era el periódico VG, reconocía el número. El periodista preguntaba si era correcto que había desaparecido una chica de un camping de Son.

—No, no es correcto. En ese caso sabes más que yo.

Marian anduvo hasta la entrada del patio trasero del edificio. Cato Isaksen la siguió despacio. El periodista no se daba por vencido.

—Pero nos han dado un soplo —insistía.

—Tú lo has dicho —Cato Isaksen lanzó una mirada a la fachada. Había mucha gente paseando por las aceras: ancianos, madres jóvenes con carritos de bebé y jóvenes en monopatín—. No es cierto —repitió y cortó la conversación. Luego cerró la tapa del móvil y lo guardó en su bolsillo.

Marian Dahle sostuvo abierta la anticuada puerta de madera para que pasara. En el patio había un manzano renegrido.

—Ésta es una vieja vivienda obrera de verdad —comentó ella.

Subieron por las gastadas escaleras. En una puerta pintada de verde del primer piso había una placa que decía Hjertnes. Marian Dahle llamó al timbre. Esperaron. Volvió a llamar. Nadie abrió.

—Voy a abrir la puerta —Cato Isaksen se sacó del bolsillo un juego de ganzúas.

Marian Dahle le miró.

—¿Puedes enseñarme a abrir puertas con una ganzúa?

—Limítate a prestar atención. No creo que esto sea lo tuyo.

—Puedo hacerlo perfectamente —dijo notando el intenso olor de la madera vieja—. A lo mejor lo que dije es un poco rebuscado, eso de que Hanne Elisabeth Wismer no está muerta. Cuando se tira un cadáver al mar, se lo lleva la corriente. Ahora todo se ve bajo otra luz. Seguro que Lilly Rudeck también ha sido asesinada. No soporto pensar en esa rejilla, que de verdad… Está claro que Hanne Elisabeth Wismer no está viva, pero en todo caso tenemos que seguir con el razonamiento, quiero decir, ahora que lo hemos empezado.

—¿Quieres estar callada? Necesito concentrarme —Cato Isaksen entrecerró los ojos y movió una de las ganzúas con cuidado hacia la izquierda.

No consiguió callarse:

—Sólo hace un par de semanas de las vacaciones y ya estás echado a perder.

—¡Marian!

La puerta cedió con un pequeño crujido. La empujó hasta abrirla y entraron en el pequeño recibidor.

—A la gente popular nunca la rechazan —dijo mirando a su alrededor—. Un día de estos lo voy a aprender.

Él se rió.

—¿Sigues enfadada por lo del despacho?

—¿Lo del despacho? Una vulgaridad, Cato. Una vulgaridad. ¡Qué oscuro está esto! Huele mal —echó una mirada al salón—. Ha corrido todas las cortinas, como si pensara estar fuera mucho tiempo.

El suelo de madera pintada crujía bajo sus pies.

—Así que aquí vivían de niños. Ewald y Lennart Hoen. No puede decirse que el piso sea gran cosa. Huele a cerrado, el suelo está inclinado.

Eran tan sólo dos habitaciones. Una pequeña encimera de cocina en una esquina. El tablero de formica estaba lleno de platos sucios.

—No está precisamente obsesionado por la limpieza —Cato Isaksen se inclinó sobre el gastado sofá de los años sesenta y observó una foto enmarcada de la fábrica de vidrio de Moss que colgaba de la pared—. Entonces es ahí donde trabajaba su padre.

—Y aquí hay colgada una foto de cuando los chicos eran pequeños —dijo Marian—, en bombachos de terciopelo y leotardos blancos.

Cato Isaksen se acercó a ella.

—Yo también tuve un pantalón así —esbozó una sonrisa—, de tirantes, azul claro.

—Eran monos, también el asesino —dijo Marian señalando la mejilla del más pequeño—. Un lunar muy feo.

En el sofá había un montón de ropa sucia. Levantó una prenda y la olió. La tiró otra vez y se acercó a la ventana para abrir las cortinas, daba a un patio con un gran árbol. Las sombras habían cambiado. El verano casi había pasado. Pronto sería otoño.

Cato Isaksen estaba junto a un gran escritorio.

—¡Joder! —gritó de pronto—. Aquí hay fotos. Dos fotos casi iguales de chicas caminando por la playa —las cogió.

Marian sintió que su pulso se aceleraba. Se acercó rápidamente y le arrancó de la mano una de las fotos.

—Es la playa de Rødvassa, Cato. Reconozco las rocas. ¿Las ves?

—Claro que las veo, coño —Cato Isaksen contuvo la respiración.

—Dos chicas casi iguales —continuó mientras miraba la foto fijamente.

—Pero… ¡Mira eso!

—¿Qué? ¿A qué te refieres?

—Fíjate en las caravanas —dijo Cato Isaksen—. Mira la diferencia. En una son anticuadas, pequeñas y redondeadas. De los años setenta.