Ewald Hjertnes comprobó el termómetro. La gente se estaba levantando. Algunos iban hacia las duchas, otros trajinaban con el café y el desayuno. Dos gaviotas grandes levantaron el vuelo desde la caseta de la recepción chillando alteradas. Su sonido partió el cielo en dos. Tenía jaqueca. Pero cuanto más cálido y seco fuera el clima más huéspedes llegarían al camping. No era fácil hacerlo rentable. Pero no le gustaba hablar de dinero, con nadie.

Había salido con el café, revolvía la gravilla con la puntera del zapato. Alguien había pasado acelerando su coche. Saludó sonriente a una pareja.

—Un tiempo maravilloso —dijo con una inclinación de cabeza, forzando una sonrisa—. El olor a goma recalentada de las lonas irritaba su nariz.

Tenía que contarle a William lo de la vecina muerta. Seguro que la policía se pondría en contacto con él. Seguramente ya habría hablado con ellos. Si es que había encendido el móvil. Solía dormir hasta tarde, puesto que nunca cogía vacaciones seguidas. Él y William habían compartido secretos solitarios e insignificantes desde la adolescencia. Eran como hermanos. Habían ido a la misma clase en Moss. Podían estar callados mucho rato, cada uno con su taza de café. O tomarse el pelo con cariñosa ironía: «Joder», podría decir Ewald, «te has quedado más pelado que una bola de billar». «¿Y tú qué?», podría contestar William, «tú que eras tan moreno y tan guapo, ¿de qué color tienes ahora la manguera?, ¿eh?».

¿Dónde se metía Lilly? Tenía que limpiar la recepción. Ewald Hjertnes caminaba arriba y abajo frente a la caseta y tosía tapándose la boca con la mano.

Le gustaba ver cómo se movía. Era rápida y eficiente, no boba y distraída como las otras dos chicas que había contratado. La chica polaca hacía todo lo que le pedían. Y lo hacía a conciencia.

Le recordaba a su madre. Esbozó una sonrisa al pensar en ese parecido. Por supuesto que él era, con mucho, demasiado mayor para ella, 57 años. No era gran cosa lo que podía ofrecerle. Aparte de un nivel de vida mejor. Pero seguramente eso no era suficiente.

La mujer policía le había dicho que estaban seguros de que alguien había empujado a Britt Else Buberg. Un hombre. Nunca le había gustado. Nunca le decía nada. Saludaba brevemente con la cabeza y seguía su camino. A lo suyo, como si él no existiera. Tenía una personalidad tranquila. Tal vez arrogante, distante. No conseguía visualizarla del todo. Como si ya se hubiera borrado de su recuerdo. Como si nunca hubiera existido.

Los gritos iracundos de un bebé sonaron repentinamente tras él. El sonido le atravesó como una cuchilla. Luego volvió el silencio. Dejaba la radio puesta en la mesa de fuera todo el día y oía el pronóstico del tiempo a corto y largo plazo una y otra vez. Si llovía o estaba nublado, la metía en la caseta.

Tenía un pequeño cuarto en la trastienda de la caseta de la recepción, detrás del almacén de la tienda. No era gran cosa, sólo un camastro y una banqueta con un despertador. Por la noche oía a los ratones hurgar en el interior de las paredes.

De pronto, William Pettersen subía por el sendero en pantalón corto y sandalias. Ewald Hjertnes le miró sintiendo un desagradable dolor en la boca del estómago.

—Hay una marca en mi caravana. Han sido esos malditos críos, seguro. ¿Ha llegado tu hermano? Iba a traerme unas botas nuevas para la moto.

—La señora Buberg esa está muerta —dijo Ewald Hjertnes bajito—. Mi hermano llegó anoche.

—¿Quién dices? —William Pettersen le miraba fijamente—. ¿Muerta? ¿Cómo?

—Buberg, la morena esa del séptimo.

—¿Qué le ha pasado?

—Se cayó del balcón…

—¡Santo Dios! No lo hubiera pensado de ella.

William Pettersen le dio la espalda. Ewald Hjertnes percibió su olor. No era desagradable, pero sí intenso. Vio el pliegue que se formaba al final de su columna vertebral, que se perdía en su pantalón, el canal oscuro que separaba su trasero. Su espalda estaba llena de músculos y tendones.

—La policía ha intentado localizarte —dijo mirando un ratón que se deslizaba junto a la pared de la caseta. Desapareció en medio de las malas hierbas que asomaban entre la gravilla del camino.