Marian Dahle miraba fijamente a través del parabrisas del coche. Cato Isaksen paró para dejar pasar a unos niños que cruzaban la calle corriendo. Puso en marcha las escobillas y el agua para quitar el polvo que cubría el cristal.
—Por cierto, ya está decidido que yo me quedo con el despacho de la esquina —dijo girando a la derecha en el semáforo—. Roger hereda el mío y los demás os quedáis donde estáis.
Marian Dahle estaba callada como una tumba. Se cruzó de brazos, giró la cabeza y miró fijamente por la ventanilla.
Cato Isaksen sintió cómo la ira subía desde su estómago y hormigueaba por su pecho. Era su manera de hacer las cosas.
En el coche reinaba un silencio incómodo. Probablemente a él le molestaba más que a ella, pensó Marian. Sólo cuando estuvieron en el ascensor de la residencia de ancianos Cato Isaksen dijo:
—Es muy duro que Astrid Wismer la tenga que identificar.
Marian seguía sin contestar, se limitaba a mirar el reflejo de su cara en el acero de la cabina. La luz chillona le daba un tono verdoso. Parecía enferma. No quería entrar en ese sitio horrible. Sabía quién vivía allí. El ascensor subió dos plantas y se detuvo. Las puertas se abrieron y salieron. Una enfermera pasó a toda velocidad haciendo chirriar sus suelas de goma. Cato Isaksen abrió la puerta que daba a la sección de enfermería. Marian pasó delante de él. El aire olía a calefacción y a cerrado. La peste a lejía irritaba la nariz. Cato Isaksen hizo una pequeña señal con la cabeza.
—Hay ventanas que dan al cuarto de estar. Astrid Wismer está sentada allí, en el sofá marrón.
En la habitación había cinco señoras mayores y dos hombres. Todos ellos eran casi idénticos.
—Vale —dijo ella—. Yo espero aquí. Búscala tú.
—Tiene un aspecto bastante ajado, la pobre —dijo Cato Isaksen, dándose cuenta de que Marian Dahle de pronto observaba algo intensamente y se daba la vuelta al tiempo que sacaba una caja de caramelos del bolsillo. La miró—. ¿Qué pasa ahora, Marian?
Ella no contestó.
—Estaría bien que hablaras con el personal, averigua si saben algo de Buberg, y cosas así. Mientras tanto yo buscaré a Astrid Wismer.
—No soporto estas residencias de ancianos —se metió un caramelo en la boca—. Buberg cobraba una pensión de invalidez de Suecia —dijo acelerada—, tengo la sensación de que quiso huir de algo. La calle Söder, número 12, en Kristinehamn. Ésa fue su última dirección, antes de llegar a Noruega en el 73.
—¿Por qué sales con eso ahora?
—Lo digo cuando me da la gana. ¿No puedes limitarte a buscar a Astrid Wismer? Yo salgo y te espero fuera mientras tanto.
—No puedes estar todo el rato enfadada por lo del despacho, Marian.
—No es eso. Es que no soporto estos geriátricos. Aire de enfermedad, de institución. No es para mí.
—Has trabajado en homicidios dos meses y medio. Somos Ingeborg y yo los que decidimos qué tipo de trabajos tienes que hacer.
—He trabajado allí tres meses. Estoy aquí porque Myklebust me lo pidió. Obedezco órdenes. Esperaré abajo —dijo, giró sobre sus talones y bajó por el pasillo con pasos decididos y varoniles. El pelo negro azabache estaba recogido en una delgada coleta.
Cato Isaksen la siguió con la mirada un par de segundos. Finalmente desapareció por la puerta. Salió tras ella rápidamente.
—Marian, ¡escúchame!
Ella se detuvo. Él observó su ancha espalda. Entonces se giró hacia él y dijo:
—Me he criado aquí.
—¿Aquí?
—Sí. En ese portal de allí —indicó con la cabeza una puerta de cristal con un acceso de rejilla en la entrada. Un trozo de papel y dos vasos de plástico rodaban movidos por el viento sobre el asfalto.
—Mira a través de los barrotes de la barandilla de ahí afuera. Cuenta seis ventanas hacia arriba y dos hacia la derecha. Ahí vivía yo.
—So what? No puedes seguir así, Marian. Es enfermizo y egoísta.
—No soy egoísta —dijo con firmeza y continuó—, soy honesta. Robar y mentir es ser deshonesto. Evitar poner límites y avisar es deshonesto. Me provocas. Vas detrás de mí todo el tiempo. Sólo pido no tener que estar aquí arriba —intentó con todas sus fuerzas detener un pequeño temblor de su boca—. Esperaré abajo.
Cato Isaksen la observó con cansancio.
—Retrasas la investigación. Simplemente hay demasiadas complicaciones contigo. Voy a informar a la jefa de sección de esto.
—Vale. Parece que hay que dártelo masticado —abrió la puerta de golpe y volvió al pasillo—, ¿acaso has olvidado lo que te conté de mi madre?
La siguió deprisa.
—Tu madre, ¿qué coño tiene que ver con esto?
—Está sentada ahí, demonios, en la silla de ruedas, junto a la mesa de salón.
Cato Isaksen vio por la ventana a una mujer delgada que estaba inclinada hacia adelante en su silla de ruedas.
—¿Esa de ahí?
—Ésa, sí.
Marian le había hablado de su infancia, justo antes de las vacaciones, cuando estaban en plena investigación del asesinato de Høvik. Sus confidencias le habían desconcertado. Se volvió hacia ella de nuevo.
—¿Cuánto hace que no la ves?
Marian Dahle sostuvo su mirada. Los recuerdos la atravesaban como alfileres en una tela.
—Dieciséis años —dijo, dirigiendo la mirada por encima de él hacia el pasillo revestido de linóleo marrón y tubos fluorescentes.
Cato Isaksen nunca antes había visto tanta furia en estado puro en unos ojos, innegociable. En lugar de apartarse se inclinó hacia adelante y puso una mano sobre su brazo.
—No, Cato —se liberó de su mano y fue otra vez decidida hacia la puerta. Sin darse la vuelta dijo—: Tú busca a Wismer.
Cato Isaksen se dirigía hacia Astrid Wismer con paso decidido, pero repentinamente cambió de dirección.
La mujer, hundida en la silla de ruedas, no reaccionó hasta que Cato Isaksen puso la mano sobre su hombro. Estaba esquelética y vestida con un traje de nylon con estampado de cuadros grandes.
—Hola, señora Dahle. Sólo quería saludar. ¿Cómo está?
—Bueno —suspiró brevemente. Tomó aire y levantó la mirada. Cato Isaksen se puso en cuclillas frente a ella. La mujer no le miró, sino que observó fijamente algún punto por encima de su hombro. Se dio la vuelta. Marian se había marchado. ¿La habría visto su madre antes?
Marian le había contado que tenía 3 años cuando la adoptaron en Corea. Oía con claridad su voz, exactamente como se lo había contado en aquella ocasión, antes del verano: Todos creen que los niños que son adoptados van a hogares seguros. No fue mi caso. Mi madre tenía casi 40 años cuando llegué, mi padre 42. Eran una pareja lamentable. Llegué a un bloque de Stovner, fui entregada a una madre mentalmente enferma. Mi padre lo sabía, pero pensó que un niño ayudaría.
La mujer de la silla de ruedas se quedó completamente muda. Tenía los ojos mortecinos y una mirada aguada. Como si tuviera una película sobre los ojos. Tomó sus manos entre las suyas. Le dejó hacerlo. Seguía mirando por encima de su hombro.
La voz de Marian siguió sonando en su cabeza: Olía a locura en su casa. Tal vez los locos tengan un olor propio, de la misma manera que algunos perros pueden detectar con su olfato a las personas que tienen cáncer, yo puedo oler la esquizofrenia.
—¿Quién eres? —dijo repentinamente con antipatía.
—Me llamo Cato Isaksen, trabajo con su hija.
—No me conoce —dijo, adoptando de pronto un gesto de superioridad.
—No.
—¿Entonces por qué me habla?
—Buena pregunta. Supongo que no está acostumbrada a recibir visitas —se incorporó—. ¿Tal vez prefiere no tener visitas?
—No las quiero.
Una enfermera con pecas tanto en la cara como en los brazos venía hacia él.
—Que tenga un buen día —dijo Cato Isaksen a la mujer de la silla de ruedas y se volvió hacia la enfermera para decirle que había venido a buscar a Astrid Wismer.
—¿Conoces a la señora Dahle? —preguntó la enfermera pelirroja con acento de Stavanger.
—No.
—Astrid está lista. Pero es terrible…
—Lo lamento —dijo Cato Isaksen—, no hay nadie más que la pueda identificar. Puedes venir con ella si quieres.
—Estamos faltos de personal —dijo la enfermera.
Astrid Wismer llevaba un vestido negro y unos pendientes en forma de bola de cristal verde. Tenía mal aspecto, con el pelo sin arreglar y la cara desencajada.
—Hola otra vez —saludó Cato Isaksen.
—No tiene ningún sentido hablar con la señora Dahle —dijo secamente Astrid Wismer—, no conocía a Britt Else —pasó la mano por el mantel blanco que cubría la mesa que tenía delante.
—Lo sé —dijo Cato Isaksen—, es la madre adoptiva de una colega mía. Lamento tener que pedirte una cosa más —sacó del bolsillo las fotos de las alfombrillas y se puso en cuclillas frente a ella—. ¿Sabes si estas alfombrillas son de Britt Else Buberg? —le dio la foto.
—Sí —dijo—. Tenía unas así en el suelo. Una en la cocina y la otra en… ¿Pero qué tiene esto que ver con el caso?
—Puede que nada —dijo Cato Isaksen volviendo a coger la foto. Se incorporó—. Parece que limpiaba mucho.
—Todas las personas son distintas. Algunas comen hasta ponerse gordas y voluminosas, a otras les da por leer… o por limpiar. Ella limpiaba. Siento mi exabrupto de ayer. A veces, cuando me asusto, río.
Astrid Wismer se apoyó en el sofá para darse impulso. Cato Isaksen le ofreció su mano y la ayudó a incorporarse.
—La gente reacciona de formas diversas ante las noticias traumáticas.
—Necesito mi abrigo, aunque haga calor. No puedo salir sin abrigo.
—¿Cuánto hace que conoces a Britt Else Buberg? ¿El abrigo está en tu habitación?
—Me lo dan ahora —señaló a la enfermera pelirroja que lo traía—, muchas gracias. Me dieron una pastilla para dormir a las cuatro de la mañana.
—¿Desde cuándo la conoces? —repitió Cato Isaksen, le ofreció su brazo y empezaron a caminar lentamente por el pasillo.
—Pues no me acuerdo muy bien. Unos cuantos años.
—Pero Buberg era sueca.
La anciana le restó importancia.
—Vivió aquí la mayor parte de su vida. Para mí era noruega.
—¿Te contó algo de Suecia?
—No.
—¿Por qué se trasladó a Noruega?
—Tal vez porque aquí era mucho más fácil encontrar trabajo.
—¿Qué clase de trabajo? ¿Tenía un trabajo?
—¿Sabes qué? Que no lo sé. Creo que sí, pero en todo caso sería antes de que yo la conociera. Tenía una pensión de invalidez.
—¿Sabes por qué?
—Hoy en día hay tanta gente que tiene una pensión de invalidez —la anciana parecía repentinamente contrariada.
Cato Isaksen apretó el botón del ascensor.
—¿Qué piensas de lo que ha pasado?
—¿Qué quieres que piense? En todo caso ya es demasiado tarde. Ella está muerta.
Entraron en la dura luz del ascensor. Astrid Wismer le miró.
—Para mí no es un problema ir a identificarla. En realidad lo hago gustosamente.
Cato Isaksen tuvo un escalofrío. La mirada de la anciana era glacial.