Lennart Hjertnes esperaba en la oscuridad. Estaba oculto tras un cúmulo de cedros y plátanos junto al área de descanso y vio llegar el coche. La grava crujió cuando el coche pasó a toda velocidad. Se quedó mirando las dos luces traseras, que parecían dos brasas. Estaba en un sitio desnivelado e invadido por la vegetación, con piedras y matojos de hierba seca. Salió al camino. Grandes pinos teñidos de negro por la oscuridad lo flanqueaban a ambos lados. Una nube baja ocultaba la luna. Las estrellas parecían huellas de dedos sobre sus copas. El viejo Volvo giró a la derecha y aparcó. En el asiento del conductor intuyó la silueta de una cabeza. Difusa, parecía rodeada de un halo. Luego apagaron el motor y quedaron a oscuras. La puerta se abrió y bajó Tomas Carlsson.

Tomas Carlsson notó un movimiento en la oscuridad. Era la silueta de un hombre que venía despacio hacia él por el pequeño camino de grava. Sus ojos aún no se habían acostumbrado a la oscuridad. Su ángulo de visión estaba muy reducido. Cuanto más se acercaba el hombre más se le parecía a un insecto, con la espalda un poco encorvada, con las alas negras recogidas sobre la espalda. Pronto estarás muerto.

Lennart Hjertnes miró fijamente a Tomas Carlsson. Vestía vaqueros gastados y una cazadora de cuero. Sintió un momento de alegría desconocida, envuelta en una fría angustia.

—Dios mío —dijo—, eres exactamente igual… igual que yo a tu edad. Exactamente igual, sólo que sin el lunar. Entiendo que Ewald se llevara un susto cuando te vio en el ascensor.

—¿Me vio en el ascensor? ¿Quién me vio en qué ascensor?

—Fue así como empezó. Mi hermano te vio en el ascensor en Stovner.

La grava crujió cuando Tomas adelantó un pie.

—¿Qué es lo que quieres de mí en realidad? —a lo lejos ladró un perro.

Indicó con la cabeza el espacio abierto.

—Aquí está cerrado, vayamos a la recepción. Tengo la llave.

—¿Qué quieres de mí? Repitió Tomas Carlsson.

—Nada, no quiero nada de ti. Ven.

Caminaron el uno junto al otro. La oscuridad embestía sus rostros, el aire marino era transparente y afilado, el bosque dejaba escapar pequeños sonidos.

Tomas notaba cómo el Valium cubría sus sentimientos como un sudario.

—Me llamó esa noche, hacia las ocho y media, mi madre. Mi madre de verdad, a la que había visitado hacía poco, en mi anterior permiso. Me llamó a la cárcel y tenía miedo. Me dijo que silbaste. Te reconoció. Le diste miedo —Tomas levantó la mano y sintió que la pistola estaba en el profundo bolsillo interior de la chaqueta. Pronto estarás muerto. Lennart Hjertnes se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el camping desierto. Tomas le siguió despacio. Levantaron las piernas para pasar sobre la cadena que impedía el paso.

Muy lejos sonaban las olas que golpeaban la playa. Tomas esperó a que el violador hubiera entrado. Miró a su alrededor y subió los dos breves escalones hasta la terraza. Cerró la puerta.

—Voy a encender la luz —dijo Lennart Hjertnes—. Las cortinas están echadas.

Tomas Carlsson miró a su alrededor cuando la bombilla solitaria del techo derramó una luz fría y escasa por la habitación y el pobre mobiliario. Había un pequeño mostrador y un cuarto para dormir al fondo del todo. Y una mesita marrón con dos sillas plegables. Sobre la mesa había una pequeña figurita blanca. Representaba a una mujer y estaba pegada con cola por la mitad. La madera de las paredes olía a frío y humedad. Tomas Carlsson contempló a Ewald Hjertnes.

—¿Dónde has estado desde agosto? ¿Has vivido aquí?

—He vivido en el cuartito del lavadero —hizo un gesto con la cabeza—, a nadie se le ocurre buscar donde ya ha buscado antes.

—¿Y la comida?

—En la gasolinera. El dueño tiene antecedentes, explota a gente sin permiso de trabajo. Sabe que si se chiva, yo también lo haré. Sentémonos. Apretó el puño en torno a algo que guardaba en su interior.