—Durante toda mi infancia fue un bloque de hielo. Sólo importaban Dios y la iglesia. Quería darme forma, dejarme incrustado en su frialdad. Le pegué una paliza de muerte al condenado Oluf cuando supe que todo era puro fingimiento —Tomas Carlsson bajó la mirada hacia la figurita de porcelana antes de mirar fijamente a Lennart Hjertnes que aún cerraba el puño en torno a algo—. Fue Astrid Wismer quien me llamó, me contó que era mi abuela. Me llamó a principios de julio. Me dieron un permiso y fui allí… Era el 14 de julio… la conocí. A mi madre. Íbamos a empezar de cero. Me dijo que iba a haberme llamado Alexander.
—Empecé a vigilar —dijo Lennart Hjertnes— después de que estuvieras allí. Las vi en el banco. Reconocí a Astrid Wismer por lo que publicaron los periódicos y… a propósito, que lo del pelo gris es genético. Yo ya estaba canoso a los 29.
Tomas Carlsson notaba cómo el Valium engrasaba sus nervios. Cubría su alma como un bálsamo. Pronto morirás. Continuó hablando. Miró más allá del violador, a la pared de madera.
—Oluf estaba en Oslo, en un congreso médico ese fin de semana que tú… Iba a comer en casa de su hermana y su cuñado pero ellos, naturalmente, lo habían olvidado. Oluf llegó a una mesa sin poner, por decirlo así. Estuvieron juntos toda la noche, él y Rolf. Bebieron whisky y hablaron. Astrid lloraba en la cocina. En el dormitorio estaba Hanne. A Oluf se le ocurrió lo de esa paciente a las cuatro de la mañana. Astrid me contó que se puso eufórico. Dijo que tenía una paciente… Karin era enfermera, y la paciente iba a morir. Metieron el vestido y las bragas de Hanne en una bolsa de plástico. La braga estaba llena de… Oluf se la llevó en el coche. No opuso resistencia. Y luego ya fue demasiado tarde. Oluf le sacó sangre, empapó el vestido y lo dejó en el área de descanso de aquí al lado. Creó un escenario del crimen.
Lennart Hjertnes tenía una extraña luz en la mirada.
—Y luego Rolf envió una carta anónima a la policía —dijo Tomas Carlsson—, y, por si fuera poco, se quedó embarazada.
Marian Dahle se desvió de la carretera principal, pasó la gasolinera y entró en el camino de grava. No se veía ninguna farola, todo estaba oscuro. Sólo iba a echar un vistazo, luego volvería a la gasolinera y esperaría allí. Llegó hasta el cartel que decía Rødvassa, lo intuyó apenas cuando las luces del coche pasaron sobre él. Frenó y se detuvo detrás de un Volvo blanco, miró por la ventanilla, pero no vio a nadie. Birka dormía en el asiento trasero.
—Tú espera aquí. Quédate tumbadita, sólo voy a echar un vistazo —abrió la puerta y bajó. El frío húmedo vino hacia ella. Metió las manos en los bolsillos. Vio que escapaba una luz tenue de la caseta que había junto a la entrada. ¿Estaba Ewald Hjertnes aquí en esta época? ¿No tenía un Lada? ¿Podía haberlo cambiado por un Volvo viejo? Se detuvo y sacó las manos de los bolsillos.
—Lo has estropeado todo —dijo Tomas Carlsson—. Pronto estarás muerto. Todo. Estás completamente loco. Pero no pareces un asesino.
—Nos parecemos tú y yo —Lennart Hjertnes jugueteaba con lo que tenía oculto en la mano—, creí que podríamos…
Tomas Carlsson se levantó tan rápido que golpeó la mesa con la cadera.
—Así que es por eso… Ésa es la razón por la que quieres conocerme. Crees que tenemos algo en común. Que tú y yo somos iguales. ¿Que por fin has encontrado a alguien tan perverso como tú? —Tomas Carlsson le miraba fijamente—. ¿Y la chica polaca?
Lennart Hjertnes estaba mudo.