—Me ha parecido oír a alguien —dijo una voz en sueco—, o tal vez no. Volvamos a entrar.

Marian sintió la angustia diseminarse por su cuerpo como un veneno. Estaba quieta, con la espalda contra la pared. Detrás de la puerta. Sentía el olor cortante de la brisa marina contra el rostro. Esperó.

—Si has oído algo, es que lo has oído —dijo el mayor—. Hay alguien aquí, sencillamente sé que hay alguien y no tiene que haber nadie…

Marian levantó la cara. La puerta empezó a deslizarse. Alguien la cerró, la quitó de en medio. Pronto la verían. Gimió. La miraron. Ella los miró. Dos hombres iguales. Uno de ellos tenía que ser Lennart Hjertnes, el otro era… sueco.

Marian miró a los dos hombres y sintió que se convertían en todos los hombres del mundo. De pronto, el más joven sacó una pistola del bolsillo interior. Marian Dahle se inclinó hacia delante y se dejó caer rodando deprisa. El hombre más joven estaba como paralizado.

—Es de la pasma —gritó Lennart Hjertnes—, es policía, joder, la reconozco. ¡Dispara! ¡Dispárale ya!

Lennart Hjertnes agarró la pistola. Marian se incorporó a medias, corrió encogida unos pocos pasos, pero pisó el borde de la plataforma y se cayó de la pequeña elevación. Su frente dio con una piedra en el mismo momento que una bala pasaba sobre su cabeza. Otro disparo más atronó la oscuridad. La repentina flor de sangre que cubría su rostro la cegó. Esperó a que el eco del disparo desapareciera. Muy lejos oyó a Birka ladrando en el coche.

Oyó al hombre sueco gritar algo y volvió a ponerse de pie. Como un deportista sobre la pista puso las manos en el suelo y se impulsó. Corrió hacia el coche. Alguien disparó sobre su cabeza y le dio al cristal haciéndolo explotar. Birka ladraba como poseída desde el interior del coche. Su campo de visión estaba muy reducido por la sangre que manaba. Oyó la voz de Lennart Hjertnes:

—¡Mujer idiota! —otro disparó atravesó la oscuridad y los ladridos cesaron. Se hizo el silencio. Lennart Hjertnes gritó—: Ahí está.

Corrió hacia la carretera. Saltó la cadena y se lanzó por el camino de grava. Venían tras ella. Los oía. Tropezó y cayó. Se protegió con las manos y notó cómo las piedrecitas perforaban su piel. Volvió a levantarse y siguió corriendo. Un poco más adelante se tiró a la cuneta y siguió por un sendero. Había una salida, hacia el mar. De pronto, casi se tropezó con una mesa de madera con bancos sujetos a ella. El corazón latía en sus oídos. ¿Venían tras ella? ¿Aún estaban ahí? Se tiró boca abajo. Con la nariz pegada al suelo en el claro del bosque podía ver huellas sobre un grueso tapiz de hojas de otoño y agujas de pino, nítidas, como si estuvieran marcadas en la tierra. De repente, se dio cuenta de que estaba junto a una zona poblada por helechos. Se arrastró a cuatro patas.

—Tomas —oyó que alguien gritaba. Sintió un escalofrío recorrer su cuerpo. Lennart Hjertnes y Tomas Carlsson, padre e hijo. Conexiones peligrosas. Mortalmente peligrosas.

Se hizo el silencio. Se quedó tumbada escuchando. Giró hasta quedar boca arriba, no se movió. Respiraba. Cerró los ojos. Entonces oyó las pisadas. Se dirigían hacia ella, despacio. Pararon. Una voz dijo en sueco:

—Sé que estás aquí… lo sé.

Un repentino haz de luz pasó sobre ella y penetró entre las hojas. Una linterna. Gotas de rocío brillaban en la oscuridad verde. Podía ver cada nervio de las hojas. Las oscuras esporas de su reverso. Era el final, pensó. Así que así iba a terminar. Levantó la cabeza despacio y liberó su rostro de las hojas. Sentía una aterradora sensación de vacío. El haz de luz de la linterna se alejaba de ella. Volvió a dejarse caer. Notó la tierra contra la nuca. Entonces percibió otro sonido, un silbido. Y otro más, el crujir sobre la grava de las ruedas de un coche que se acercaba por el camino.