Miró fijamente al espejo mientras se metía el vestido por la cabeza con mucho cuidado. ¿«Qué hace ahora el asesino»? Después de todo, el vestido no olía a disolvente. No olía a nada y tenía nido de abeja en el pecho. ¿«Dónde se encuentra ahora el asesino»? Lo bajó con cuidado por sus caderas. Miró la superficie vacía que era su rostro. Oyó el sonido blando y oscuro de su corazón, su zumbido en sus oídos. El silencio caía del techo. Miró al interior del espejo. En algunas zonas el plateado de la superficie reflectante tenía manchas marrones. Por el tiempo, por viejo. Su imagen se diseminó por su conciencia como un pesado veneno. Las manos, el pecho, la boca y los ojos. El vestido. Pasó las manos por la fina tela del vestido. Estaba rasgado por un lado, desde el dobladillo hasta la cintura. Restos de la sangre marrón, coagulada, se deshicieron hasta caer sobre sus pies descalzos. De todas las cosas enfermas que había hecho, ésta era la más demente, vestirse con el material de prueba de una persona muerta. No sentía vergüenza, sino tristeza. El recuerdo se volvió gris y sucio en sus pensamientos. Los músculos de su espalda se tensaron. De nuevo fue consciente del zumbido de su propia sangre, el pulso que latía en su cuello. Su pecho ardía. Una frase pasó por su conciencia: cuando las cosas son tan sencillas que la gente no las ve, entonces eres genial.

De pronto, sonó el móvil que estaba en la cocina. El ruido la atravesó hasta dolerle. Se tapó la cara con las manos, las apretó contra sus mejillas, echó una mirada oscura a sus ojos abiertos de par en par en el espejo, antes de darse la vuelta y correr. Golpeó los dedos del pie contra la puerta de la cocina y cayó hacia delante. Se agarró al borde de la mesa y consiguió coger el móvil. Cuando por fin se lo llevó a la oreja, dejó de sonar. El sonido persistía y persistía en su cabeza. Era inconcebible. Que se hubiera puesto el vestido, que estuviera allí de pie destruyendo pruebas. Que sus impulsos fueran tan enfermos, su alma tan putrefacta. Necesitaba protección. Simplemente sabía que era Cato quien había intentado ponerse en contacto con ella. Miró la pantalla. Era él quien había llamado. Se tranquilizó unos instantes, tragó y marcó su número. Se llevó la mano a la garganta. Cuando contestó, dijo:

—No me dio tiempo de cogerlo —notó lo extraña y alterada que sonaba su voz, como si él pudiera ver su imagen espantosa a través del teléfono.

—Marian —dijo con dureza—, ¿se puede saber qué es lo que estás haciendo en realidad?

—Nada —sintió que el cuello del vestido se clavaba en la piel de su garganta—. No estoy bien. La hija de Astrid Wismer fue asesinada —su piel hormigueaba, tenía las palmas de las manos mojadas—. Yo…

La interrumpió.

—Creo que hay cosas que Astrid Wismer no nos cuenta, pero ha tenido un ictus y no podemos interrogarla. Ella…

—Lo sé.

—¿Lo sabes? ¿Cómo lo sabes? Pero si hoy no has ido a trabajar.

—Llamé…

—¿Te dedicas a trabajar desde casa? ¿Estás enredando con algo? —Cato Isaksen levantó la mirada por la fachada—. ¿En qué piso vives?

—No lo hago —dijo alterada—. No trabajo… El cuerpo nunca fue encontrado.

—Han surgido muchas novedades, Marian. Te lo contaré cuando suba.

Marian tenía que concentrarse para conseguir que su voz sonara como siempre.

—Yo también he descubierto… ¿Cómo que en qué piso…? ¿Subes? ¿Qué quieres decir? Levantó la cabeza y observó el reflejo apagado de sí misma en la jarra de acero que tenía sobre la mesa.

—No —gritó—. Segundo piso, pero no subas.

—¿Te encuentras mal?

Bajó la mirada hacia la falda del vestido, la alisó con la punta helada de los dedos. La hija de Astrid Wismer fue asesinada. El cuerpo nunca apareció. Una profunda oscuridad la cubrió.

—No estoy enferma, pero…

—Bien —dijo él—. De hecho, estoy en el patio de tu casa. Subo.