Estaba junto a la ventana de la cocina contemplando su propio patio. Eran las seis y media. No había ningún árbol, sólo un techo. Se acercó a la mesa de la cocina, tocó las cosas que había sobre ella. Facturas sin pagar, un cenicero, un mantelito. Las fotos habían resultado tan terribles. Como si todo terminara allí, en esos vestidos. En un lugar recóndito de su interior recordó de pronto cómo había llovido aquel otoño, cuando se llevaron a su madre. Llovió semana tras semana. Tenía una foto suya con sus padres. Tenía 4 años, ningún hermano, ningún peluche. Sólo un lazo demasiado grande en el pelo. Tenía frío en la foto. Birka rozó sus rodillas.

—Échate en la butaca. Voy a recoger el plástico y los cartones. No sé por dónde empezar.

Salió al recibidor, se agachó y agarró dos grandes trozos de cartón. Los dejó caer otra vez. La inquietud la llevó de vuelta a la mesa de la cocina donde había un catálogo de viajes a las playas del sur. Miró la foto de la portada. Dos niños que se abrazaban, una niña y un niño. El encabezamiento decía: «Amor de hermanos». Veía con claridad la foto de infancia de Ewald y Lennart Hjertnes. Su madre los había abandonado. Fue al cuarto de estar, se tumbó en el sofá en postura fetal y dijo en voz alta:

—Imagínate que tu madre te amenaza con un cuchillo. Visualiza a una chica de 16 años que tiene que protegerse con un cojín. Imagínate que tu padre se sienta a llorar impotente en una silla. Oyes tu propia respiración como una tormenta. Tienes tanto miedo, no del cuchillo, sino de tu madre, que quisieras tirar la toalla y dejar que acabara contigo.

Un hermano, pensó, eso es lo que tendría que haber tenido. Se levantó otra vez, observó las zonas donde el papel pintado era más claro. Que la hubiera atraído hacia él, con fuerza, como si… como si le gustara. El corazón latía bajo sus costillas. Tuvo una sensación repentina, una nueva relación entre los hechos aparecía en sus pensamientos. Se agachó y recogió más trozos de cartón. Lo hacía automáticamente, los echaba en una bolsa grande de basura que había encontrado bajo la encimera de la cocina. Tiró los plásticos y las abrazaderas metálicas que había por todas partes.

Cuando la bolsa estuvo llena, bajó corriendo con ella al contenedor del patio, echó una rápida mirada a la puerta de los chicos del primero, pero no vio a nadie. Volvió a subir corriendo la escalera. Birka estaba en el descansillo esperándola. ¿Y si se acercaba al delicatessen a comprar algo bueno para comer? Tal vez un curry, y abrir una botella de vino. Birka movía el rabo.

—Sí, sí, mi pequeño accesorio de piel vuelta —se puso en cuclillas, suspiró y puso el rostro sobre su nuca. Aspiró su olor—. Mi motita de polvo, te quiero. Luego daremos un paseo.

Tiró de su collar para meterla en casa, cerró la puerta y sacó la aspiradora del armario. Allí estaba el vestido. Se puso en cuclillas, lo cogió. En una zona estaba tan desgastado que el estampado de flores casi había desaparecido. Los tensos hilos de la zona del pecho lo mantenían entero. Nunca más se usaría. Lo dobló cuidadosamente, fue al cuarto de estar, lo metió en el grueso sobre de plástico y lo cerró.

En el momento en que enchufaba la aspiradora, tuvo una imagen sobre la retina, pero se le escapó. Era una imagen fina como el velo para un entierro. Cuando terminó de pasar la aspiradora, limpió el baño y el inodoro, y fregó todos los suelos. Luego cogió una bayeta y volvió a la ventana de la cocina. Miró de nuevo el tejado de abajo. Limpió rápidamente la repisa de la ventana, dejó el trapo y volvió al catálogo de la mesa de la cocina. Eran las cosas pequeñas. Las cosas más insignificantes. ¿Qué era lo que había dicho Astrid Wismer? Un hilo helado recorrió su cuerpo: «Mi marido no tenía hermanos. Yo no tenía primos ni primas».