El ruido sordo de algo que iba hacia ella en la oscuridad. Golpeaba y golpeaba su conciencia. Pasos rítmicos. A través del bosque, corriendo. Un hombre. Un hombre corriendo. Hacia ella. Directo hacia ella, la levantó bruscamente. La cogió por debajo de los brazos, desde atrás. La levantó de un tirón. La sujetaba, ponía sus brazos a su alrededor. Una voz enfadada en su oído.
—Podrías haber muerto. Te lo dije… maldita sea.
Marian temblaba contra él. Giró la cabeza despacio. Miró fijamente a Cato Isaksen. Sintió el calor llegar por detrás. Respiraba, respiraba. Bajó la mirada hacia Tomas Carlsson que estaba en el suelo, con la pistola en la mano. Muerto, con la pistola en la mano.
De pronto, llegó la policía de la zona. Aparecieron de repente. Era como el lugar de un accidente. Rostros inexpresivos. Miradas fijas. Pies que corrían, luces y voces bajas. Se pusieron a horcajadas junto al muerto. Buscaban instrumental en los coches aparcados en el pequeño sendero. Llegaban más coches, más gente. Marian estaba sentada en el extremo del banco de madera, junto a la mesa, con una manta sobre los hombros. Cato Isaksen permanecía a su lado. Lennart Hjertnes estaba en el camino, junto a uno de los coches de policía, con las manos atadas a la espalda.
—Tienes un aspecto horrible —hablaba rápido y bajito—, te dije que…
—Que sí.
—Cubierta de barro, calada y llena de heridas. Un montón de sangre en la cara —continuó con voz monótona.
—Estoy… bien del todo —tartamudeó castañeteando los dientes—. Tierra… barro. Agua y sangre.
Tiró de la manta, intentando arroparse mejor con ella.
—No —dijo poniéndose de pie—. Tomas Carlsson, él…
—Vamos a subir hasta el coche, Marian —Cato Isaksen la condujo con decisión por el pequeño sendero. La sujetaba con fuerza por el brazo, como si fuera una niña que hubiera hecho algo prohibido. Cuando llegaron al camino de grava, la empujó hacia el coche, abrió la puerta y la sentó en el asiento del copiloto—. Vas a ir a urgencias —dijo con rudeza y desapareció por el camino del bosque. Volvió poco después—. Tenía que orinar —dijo ocupando el asiento del conductor—, ha sido ese maldito café.
—Cato —dijo bajito y volvió el rostro ensangrentado hacia él—. Mi perra, Birka… en el coche. Explotó el cristal. Un disparo por la ventana.
La miró y tragó saliva.
—¿Por la ventanilla? —repitió él. Vio su expresión cuando un haz de luz atravesó su rostro. Los ojos, preocupados. La boca rodeada de surcos, profundos, a cada lado.
—Sí…
Durante unos segundo se limitó a quedarse allí sentado. No se movió.
—Marian, tal vez…
—Corre, no hay tal vez.
Miró fijamente al frente durante unos segundos antes de empujar la puerta y conseguir bajarse. Se inclinó hacia el interior del coche y dijo con voz firme.
—Voy corriendo. Quédate aquí mientras tanto.
Le siguió con la mirada mientras desaparecía por el camino de grava. Vio la espalda de su gastada cazadora de cuero marrón y los pies que corrían, las suelas de los zapatos que se levantaban antes de caer contra el suelo y ser devoradas por la oscuridad. La cubierta de nubes se retiró de la alfombra de estrellas. De pronto, parpadearon como cien ojos sobre las puntas de lanza de las copas de los abetos. Había policías y linternas por todas partes. Los flashes de las cámaras de fotos en el lugar de los hechos rasgaban en dos la oscuridad una y otra vez. Esperó, tocaba el pequeño corazón de plata que tenía en la mano. Intentó ponérselo, colgarlo alrededor de su cuello. Los policías conversaban en voz baja junto al coche. Caminaban, corrían, hablaban por el móvil. Cambiaban los coches de sitio. Veía las siluetas de los abetos y la grava gris del camino cada vez que pasaba un haz de luz. Una ambulancia llegó despacio. Paró, retrocedió un poco y volvió a avanzar.
Tras unos minutos, que le parecieron horas, volvió Cato Isaksen. Abrió la puerta, entró, puso las manos sobre el volante y miró al frente.
—¿Y Birka? —dijo, notando cómo las lágrimas caían de sus ojos—. ¿Birka?
Cato Isaksen levantó las manos del volante y las puso sobre sus hombros.
—La puerta del coche estaba cerrada, Marian. Birka vive. Tiene miedo, gime. Pero está viva. Vamos hasta allí. ¿Tienes las llaves del coche? —puso en marcha el motor.
—En el bolsillo —suspiró.
El coche civil bajó despacio por el oscuro camino de grava. Un policía uniformado les indicó que siguieran. Marian se dio la vuelta hacia el asiento trasero. Miró fijamente a la perra. Sintió el alivio que prendía como un haz de luz en su pecho. El dolor de la frente era insoportable.
—Túmbate bien, Birka —dijo cansada—, ya está todo bien. Buena chica.
Se giró hacia Cato Isaksen y dijo bajito:
—Birka está ilesa, imagínate, ilesa.
—Sí, Birka está ilesa —sacudió la cabeza—, pero tú estás sin domesticar, Marian —dijo severo—. Sabes que no…
—No, no soy dócil.
Se detuvo y miró a la derecha, salió a la carretera principal. Pasaron la gasolinera abierta 24 horas.
—Tenían armas, maldita sea. Podían haberte pegado un tiro. ¿Sabías que tenían armas? Tomas Carlsson y Lennart Hjertnes…
—No lo sabía —tragó saliva—, pero intento apañármelas sin armas, Cato —se enderezó en el asiento, tomó aire—. Qué bien que también me trajeras el bolso —y oyó que su voz ya sonaba normal—. Esta noche voy a ir a la celda de Hjertnes. No voy a trabajar con tanta mierda para no llevarme nada a cambio.
Cato Isaksen apretó las manos en torno al volante.
—Claro que no, tú ya sabes todo sobre eso…
—Voy a ir —de pronto, los nervios soltaron sus cuerdas vocales, despertaron su ira—. Mi madre me amenazó con un cuchillo. Tú no sabías eso. Fui a un psicólogo que me dijo que me imaginara un armario lleno de armas: pistolas, lanzallamas, bombas, granadas, cuchillos y espadas. Me preguntó con qué me defendería. ¿Sabes lo que contesté?
—Relájate Marian —Cato Isaksen se pasó nervioso la mano por el cabello—. Luego hablaremos. Primero urgencias, luego haremos balance. Echa la cabeza hacia atrás y respira.
—Con un lanzallamas —dijo con los dientes apretados—. Siempre me ha gustado la idea de eliminar cosas con fuego. Pero era la respuesta equivocada.
—Cállate, Marian —pegó en el volante con el puño.
—Martin Egge me llamaba la reina de la oscuridad —rió bajito y se pasó los dedos por la herida de la sien.
Él suspiró profundamente y dijo:
—Marian, tal vez deberías buscar ayuda.
—Ayuda, ¿qué clase de ayuda?
—Está claro que lo pasas mal en la vida diaria.
—Casi me pegan un tiro. Contrólate, eres tú el que sufre en el día a día, no yo —la sangre de su mano se había secado.
Cato Isaksen frenó para dejar paso a un coche que tenía puesto el intermitente a la derecha.
—Ir a terapia es sólo macerarte en tu propia mierda, zambullirte en un protagonismo negativo.
—Marian…
—Sólo he dicho que ir a terapia no es ningún chollo. Acelera. Ese maldito coche salió de la carretera hace mucho.
Cato Isaksen levantó la mano del volante y la puso sobre su brazo otra vez.
—Cálmate. Y, ¿cómo es que conoces a Egge?
Marian apartó su mano y sacó un cigarrillo de su bolso. Lo encendió e inhaló el humo hasta lo más profundo de sus pulmones.
—Dijo que yo debería ser policía porque lo sabía todo sobre cómo era ser un fracasado.
—No fumes en el coche.
—No fumo. Imagínate que tu madre te quiere matar —echó el humo por la pequeña rendija de la ventana—, tienes tanto miedo, no del cuchillo sino de tu madre, que quisieras tirar el cojín y dejar que acabe contigo. Imagínate que la chica de 16 años consigue darle una patada en la tripa a su madre y la hace caer. Corre al teléfono y llama a la policía. Luego se pone a horcajadas sobre su madre y espera. La policía llega. Llega Martin Egge. Claro que falta mucho, muchísimo, para que sea el jefe de la policía judicial.
Cato Isaksen adelantó al coche que tenía delante y metió el coche detrás de un camión articulado. Las luces traseras rojas eran como las luces de un faro.
Marian Dahle continuó:
—El policía ve a la chica de 16 años, se la lleva en el coche. La lleva a casa con su mujer, le pide que cuide de la adolescente, antes de volver a Stovner y hacer que encierren a la madre loca —dio otra calada al cigarrillo—. La chica de 16 años tiene la culpa de que su padre se desmorone. Todo se derrumba. Ha ocurrido muchas veces antes, pero ella no se acuerda.
—O te callas, o aparco en la cuneta.
—Es poco profesional por parte del policía llevarse a la chica a casa. Recibe una amonestación por no haber seguido las normas. Pero no siempre se pueden respetar las reglas, Cato. Algunas veces sencillamente hay que llegar lejos —dijo jugueteando con el pequeño corazón de plata que llevaba alrededor del cuello.
—Cálmate, Marian —gritó él golpeando el volante.
—La respuesta correcta no era lanzallamas —gritó ella—, era autoestima.