—¡Seguro que el psiquiatra tiene todas sus facultades! —Marian Dahle apretó el acelerador—. ¿Por qué no coge el teléfono?
—Vas 15 kilómetros por encima del límite de velocidad, Marian —Cato Isaksen volvió a ponerse las gafas de sol—. Además, no es seguro que esta información sea tan importante. Seguramente no tiene nada que ver con el caso.
Marian Dahle dejó caer sus hombros y soltó el aire que tenía en los pulmones.
—Lo sé —frenó para dejar pasar a una mujer con un cochecito de niño que cruzaba la calle—, pero eso de que Carlsson fuera a la vez su tutor y su psiquiatra es un poco extraño. La policía de Estocolmo dijo que la había adoptado. Es raro. Cuando hablé con él por teléfono, primero lo negó, afirmó que no tenía ni idea de sobre quién le estaba hablando. Luego, cuando volví a llamarle, admitió que la había adoptado. Pero aseguró que no quería tener nada que ver con ella. Cuando le conté que había muerto, no mostró reacción alguna.
Estaban de vuelta en el centro de Kristinehamn.
—Es verdad que puede estar senil, Marian. Tiene 82 años.
Marian aparcó a la primera delante del edificio de ladrillo rojo, junto a un parterre de rosas en forma de media luna. Se agachó y miró por el cristal.
—Por lo menos ahora la puerta está abierta. Color sueco —señaló los muros pintados de verde claro en la escalera. El color le recordaba la rutina diaria en la cocina del piso de Stovner. La luz de la encimera era gélida. Las comidas, que les llevaban unos diez minutos, se ingerían siempre en silencio. Era probable que fuera idéntica a la cocina de Britt Else Buberg.
—¿Cómo que color sueco?, es verde burocracia —sonrió Cato Isaksen—. Cuando terminemos aquí, tenemos que conseguir algo de comer.
—De acuerdo —dijo pasando el dedo por un cartel que había en el portal «Dirección General de Enfermería»—, es aquí, en la primera planta.
El joven de la recepción les explicó adónde debían ir, y los investigadores bajaron por un pasillo sin ventanas. La luz de neón del techo era blanca y fría.
—Ahí, sobre la puerta, pone «archivo» —dijo Marian Dahle.
Vieron a una mujer tras el mostrador, deformada por el cristal esmerilado. Entraron en una habitación con grandes y anticuados archivadores móviles en las paredes. Una puerta estaba abierta y dejaba ver las estanterías con hileras de carpetas de cartón por orden alfabético.
Había cinco sillas de madera marrón para los que esperaban. En una de ellas estaba sentado un hombre mayor.
—Turno —dijo Marian y cogió un papelito de un rollo verde claro de un dispensador en la pared.
Tomaron asiento cada uno en una silla. Poco después llamaron al hombre mayor. Se acercó al mostrador, se agachó sobre él y habló con voz baja y temblorosa con la mujer.
—¿Tienes el fax de la policía de Estocolmo? —Cato Isaksen se inclinó hacia ella.
—Lo tengo aquí —sacó la hoja del bolso y a la vez estornudó. Cato Isaksen se apartó irritado. La habitación parecía extrañamente luminosa tras su estornudo. En el techo silbaba la ventilación.
—¿Tienes un pañuelo de papel?
—Por supuesto que no —respondió él.