Pequeños insectos andaban por las raíces arrancadas. Del tronco caído emanaba un fuerte olor a tierra. Sabía cómo debía inclinarse hacia delante para poder observarla, sin que ella le viera. Por un momento reconoció la angustia total, la que desencadenaba todo lo oscuro.

Estaba sentado sobre una piedra. Le rodeaban la hierba y las margaritas. Y dientes de león sin flores. Sólo quedaban las hojas dentadas. Los troncos de los pinos se alineaban frente a él densos como una pared. Sus ojos conocían cada rincón del paisaje. Las matas de fresas junto a la piedra que se hundía en la tierra tenían pequeños frutos resecos. Aunque eran casi las diez y media, hacía calor.

Se preparaba. Debía volver al profundo vacío. Tenía que ver con el hombre del ascensor. Todo había vuelto a la superficie. Al principio pensó que era pura fantasía, tontería y desvarío. Pero había conducido hasta Stovner para comprobarlo. Y después de un día espiando había verificado que era cierto. La locura le desconcertaba, el misterio le daba miedo. No había ningún consuelo en lo que había descubierto, más bien una tortura. De repente, su futuro se había perdido. En su interior la agresión crecía en forma de flor negra. ¿Cómo mataría esa flor?

El círculo que rodeaba la muerte. Estuvo en el piso, rompió un plato grande, blanco con pintitas azules alrededor. Tenía una mitad en cada mano y las miraba, como si sus bordes afilados le devolvieran repentinamente a la realidad. Ese método le ayudaba a reencontrar el punto en que el dolor se desintegraba. Era como caer de una dimensión a otra. Lo neutralizaba todo. Pensaba como antes. El método era peligroso. Hacía muchos años. Tenía que planificar, mantener la ira a raya todo el tiempo que pudiera. Era una parte de todo. Desplazó su mirada más allá del tronco rugoso y observó el cuerpo de la joven que apareció cuando levantó los brazos y se quitó el vestido.