—¡Mierda! —gritó Cato Isaksen maniobrando para evitar un coche que llevaba una caravana y había parado en el arcén.

—¿Qué? ¿Qué pasa? —Marian Dahle levantó la vista de los documentos. El calor del asiento quemaba su espalda.

—¡Mira ese cartel!

Marian observó un gran cartel de madera pintado de azul.

—Konkärrs Fårgård —leyó.

—Pues eso es. Granja de ovejas, fårr quiere decir oveja en sueco.

Siguieron por la avenida de sauces empedrada. Un poco más adelante vieron la casa del guarda y otro cartel: Se aceptan perros y caballos. La risa de Marian Dahle era un estruendo. Nacía en su estómago y era imposible pararla. Se golpeaba los muslos. El edificio principal estaba un poco más adelante. Los árboles frutales se mezclaban con los abetos. Detrás había llanuras, kilómetros de paisajes. Era una granja dedicada a la ganadería, con varios cercados. Ovejas, cerdos, gallinas y caballos en feliz armonía. Y niños. Un grupo de unos ocho o diez jugaba en unos columpios.

—Hasta puedes traerte a los niños con su propio caballo —gritó Marian. Los documentos salían volando de la carpeta—. Y perros, podíamos habernos traído a Birka, Cato. Podíamos haberlo hecho. Necesito un cigarro ahora mismo, o saltaré sobre un caballo y me iré al galope.

Cato Isaksen se pasó una mano por la frente cansada. Él también sonreía.

—Me metes en unos líos increíbles, Marian. Yo también quiero beber algo.

—Que yo te meto en líos… No será culpa mía que una señora procedente de Suecia se caiga de un séptimo piso. Y que no tenga ni un jodido familiar. Que todo lo que tiene que ver con ella haya desaparecido. Que sea imposible localizar al tal Oluf Carlsson y que la maldita burocracia sueca haga las cosas tan condenadamente difíciles.

—Gracias por la lección de filosofía —Cato Isaksen detuvo el coche en la entrada, junto a otros cinco—. Repito, ahora lo que quiero es algo de beber —dijo. Paró el motor y bajó del coche.

Una mujer morena de cuarenta y tantos salía para dar de comer a los animales. Llevaba un cubo rojo en cada mano y botas de agua verdes en los pies. Paró y les sonrió.

—Habéis tenido suerte, nos queda una única habitación libre. Todas las demás están alquiladas.

Cato Isaksen habló con voz grave:

—¿Las camas son individuales?

—Son individuales —dijo mirándole mientras esbozaba una sonrisa cómplice.

Marian apretó la carpeta de los documentos contra su pecho. Notó que la cara le ardía.

—¿Tenéis vino?

—Sí, claro, todo el que queráis. Pasad y mi marido os dará la llave. Está en la cocina.

—Bien —dijo Marian—. Entonces pediremos una botella ahora mismo. Vino blanco. ¿Tendríais uno italiano?

—No, por aquí no nos andamos con pijadas. Sólo tenemos una marca.

—¿Y es…?

—Uno de mesa francés —la mujer esbozó una sonrisa—. Hablad con mi marido.

Cato Isaksen asintió con la cabeza.

—¿Y podremos comer algo también? Estamos famélicos.

—Tenemos albóndigas o arenques.

—Unas albóndigas suecas serían perfectas.

—Pues claro que os las serviremos. Podéis comer en la cocina. Es el corazón de la casa. Estaré de vuelta dentro de diez minutos y prepararé la comida. ¿Traéis equipaje?

—No, nada —dijo Marian Dahle.