Marian Dahle salió de la gasolinera. El hombre de color no había entendido qué le estaban preguntando. No podía recordar a William Pettersen. Se limitó a negar con la cabeza y encogerse de hombros. Randi y Marian lo habían dejado por imposible.
Marian giró con el coche hacia el pequeño camino de grava. Los pinos y los abetos estaban muy juntos, sus copas de verde invernal casi oscurecían el cielo. Las ruedas levantaban el polvo reseco. Pasaron junto a un área de descanso con una mesa de madera y bancos. El trato entre ellas era aún un tanto distante, tras el enfrentamiento sobre el despacho. Randi intentó mantener viva la conversación bastante rato, pero finalmente desistió y se dejó caer sobre el reposacabezas. Pensó en diagnósticos que pudieran adaptarse a Marian, alguna clave que pudiera hacerlo comprensible. Se limitó a confirmar que Marian no se atenía a las normas convencionales. Después de unos centenares de metros llegaron al camping que estaba a mano izquierda. Randi asomó la cabeza.
—Un lugar acogedor —señaló con la cabeza el cartel donde ponía «Rødvassa».
—Seguro —dijo Marian Dahle cerrando los puños en torno al volante—, pero nunca me han gustado los campings. Hay algo desagradable en las tiendas de campaña. ¿Recuerdas aquel caso del norte de Suecia, ese loco que mataba a la gente a hachazos a través de la lona?
Randi esbozó una sonrisa:
—Hoy en día la mayoría tienen autocaravanas o caravanas.
—No seas tan modesta, Randi. No ha pasado nada, no hay ningún motivo para estar alicaída.
—¿Qué quieres decir?
—Que no tiene importancia. Simplemente me irrité un poco, eso es todo.
Marian tomó una curva frente a un edificio bajo de color marrón. Giró la llave para apagar el motor.
—Bueno, ya estamos aquí —miró a Randi con una breve sonrisa. Randi vio a un hombre con dos hijas pequeñas que corría cruzando el camino hacia su tienda de campaña. Una de ellas tenía los muslos bronceados cubiertos de barro.
—Pero a veces resultas demasiado brusca, Marian —sonrió y notó la sensación exultante que le producía. Había conseguido decir lo que realmente pensaba.
—¿Qué quieres decir? —Marian abrió la puerta y salió. Randi hizo lo mismo. El mar desprendía un olor levemente agrio, un rastro de algas podridas y agua salada las envolvió. Marian hizo sombra con la mano sobre los ojos—. No me gustaría pasar las vacaciones aquí. No me dejo ver en bikini.
Randi la contempló por encima del techo del coche.
—Defines tu entorno de una forma implacable, pero te libras de que tu entorno responda. Nos sentimos sobrepasados. No seas tan chula, tan altanera. Hay una diferencia entre autoestima y seguridad en uno mismo, ¿sabes?
Marian Dahle esbozó una sonrisa:
—El problema es que soy bastante buena, hasta que hace acto de presencia alguien mejor. Entonces siento que no valgo nada.
—¿Te refieres a Cato? ¿Él hace que te sientas así?
—Sí. Yo me puntúo con un nueve, en una escala del uno al diez. Pero me rebajo a un cuatro cuando él se pone en marcha.
—Él es un nueve, tú un ocho —dijo Randi Johansen esbozando una sonrisa—. Y yo un siete —añadió.