—Vi cómo salía lanzado al balcón —Cato Isaksen miró de reojo a la mujer que estaba a su lado. Llevaba el pelo teñido de rubio y tenía la voz grave y sonora. Sus brazos eran más gruesos que los muslos de Cato—. No consigo quitarme esa visión de la cabeza —la mujer señaló la fachada del número 16—, mis ojos se limitaron a seguir la luz, automáticamente. Entonces, ¡Dios mío!, vi que casi la levantaba en vilo sobre la barandilla.
—Me gustaría llevarla a la comisaría esta misma noche para una declaración oficial. Es muy importante. Espero que le sea posible.
La mujer asintió con la cabeza y siguió hablando.
—Veo cómo cae una y otra vez. Como una película que empieza y vuelve a empezar. Mi marido dice que son cosas que a veces pasan en los bloques. Pero ella no saltó. Si es así, no quiero vivir en un lugar como éste. Tengo un niño pequeño. No va a crecer rodeado de gente que se cae o la tiran por los balcones. Dos niñas pequeñas jugaban sobre una manta poco antes de que cayera. Podía haber caído encima de ellas.
La testigo llevaba puesta una túnica poco favorecedora, estampada con grandes flores. Su marido era delgado y caído de hombros, con una media melena grasienta.
—No obligues al policía a estar de pie en la terraza —dijo, y dirigió a Cato Isaksen al pequeño cuarto de estar donde había un sobredimensionado sofá de piel negra. En la mesita reinaba una lámpara enorme. El investigador se descubrió sintiendo pena por esta gente y su vida. Una sensación mezclada con vergüenza. Una alfombra de grandes dibujos cubría el suelo. Sobre la mesa un álbum de recortes. Alguien había pegado cromos con purpurina sobre las páginas negras. En la mitad del cuarto esperaba un barreño lleno de ropa recién lavada.
Se quedó un ratito junto a la puerta del balcón, antes de sentarse en un extremo del sofá. Veía su cara reflejada en el niquelado del pie de la lámpara. Notó que volvía a tener una arruga de preocupación en la frente.
—Así que discutieron antes de que cayera.
—Lo que pasó fue que él salió a la terraza. Ella se levantó de golpe y empezaron a discutir. Yo no oía lo que decían, claro, pero él estaba enfadado y ella estaba… sí, histérica. Pareció que ella intentaba empujarle primero. Pero no era lo bastante fuerte. Él la pasó por la barandilla y soltó. El hombre cerró la puerta. Y luego no bajó. Si hubiera sido un accidente, habría bajado luego, ¿no?
—¿Puedes describirle?
—Bueno, desapareció hacia el interior del piso en ese mismo instante. Pero llevaba una gorra azul marino o negra y un jersey o chaqueta oscuros.
—¿Qué edad crees que podría tener?
—Puede que 35, o 40 o 50. La verdad es que no lo sé. Pobre señora. Las imágenes dan vueltas y más vueltas en mi cabeza. ¿Puedo beber algo? —miró a su marido que aún estaba parado en medio de la habitación.
El hombre delgado trajo un vaso de agua y se lo alcanzó. No preguntó si Cato Isaksen quería uno.
La testigo bebió el agua a grandes tragos.
—Fue tan rápido. Parecía una muñeca al caer. No gritó. Pero cuando llegó al suelo se oyó un ruido sordo. Fue horrible. Grité y me llevé las manos a la cara. No supe que había gritado hasta después, pero tenía la garganta en carne viva. Mi marido vino corriendo y preguntó qué pasaba. Sólo señalé, era incapaz de hablar. Entendió lo que había pasado, entró corriendo, encontró su móvil y llamó al número de emergencias. Luego intentó tranquilizarme. Pero yo estaba fuera de mí. Era tan espantoso.
El móvil de Cato Isaksen pitó. Le echó un vistazo rápido y abrió un sms. Era de Roger Høibakk. Tenemos que abrir la puerta. No encontramos al portero.
—Cayó tan despacio —dijo bajito la mujer—, fue tan desagradable. Era exactamente como si estuviera muerta antes de caer, pero eso es imposible, ¿verdad?
—Eso lo dirá la autopsia —dijo Cato Isaksen poniéndose de pie.