Cato Isaksen conducía despacio por el pequeño camino de grava. La oscuridad era total. La luz de los faros abría dos túneles en la negrura, pasaba sobre la hierba amarilla de la cuneta. El verano se había acabado. La vegetación se estaba marchitando. Iba despacio, no sabía qué le esperaba. Marian no contestaba al teléfono. Tal vez debería parar aquí, aparcar y caminar el resto del camino. Observó la oscuridad. Tal vez debería apagar los faros, llamar y pedir ayuda. Pero quizá no fuera nada. Los pensamientos pasaban veloces por su cabeza. Lennart Hjertnes era un hombre peligroso. ¿Estaría aquí ahora?

Un destello repentino le hizo girar la cabeza hacia la izquierda. Estaba junto al área de descanso, recordaba la mesa de madera y los bancos. Frenó, miró por la ventanilla, apagó los faros, pero todo estaba oscuro. Paró el coche, bajó la ventanilla y escuchó. El rumor apagado del bosque se mezclaba con el agua que golpeaba las rocas. Estaba silencioso, completamente silencioso. Muy a lo lejos se oía el zumbido de la carretera principal.

—Marian —gritó—. ¡Marian!

Nadie contestó. Volvió a subir la ventanilla. Giró el rostro hacia la superficie oscura. Oyó su propia respiración. El destello de luz debía haber sido la luna reflejada en la cubierta de un barco. Recordaba que había algunos anclados allí.

Seguía con el motor encendido. Se dio la vuelta y miró por el parabrisas, pisó el embrague, metió primera y avanzó muy despacio.