Había dos camas blancas en la habitación. Cato Isaksen se resistió un poco antes de entrar del todo. Una de las mujeres dormía. Tan sólo asomaba una pequeña cabeza gris del gran edredón, y su respiración lo hacía crujir.
Sobre el edredón de la otra cama se encontraba la que debía de ser Astrid Wismer, llevaba un camisón blanco con el logo de la residencia estampado a lo largo del dobladillo.
La lámpara de la mesilla brillaba en un círculo amarillo sobre el edredón. Descansaba la cabeza sobre un gran almohadón. A su lado tenía una revista.
—Astrid, hay un policía que quiere hablar contigo —la mujer se incorporó a medias. Miró sorprendida a Cato Isaksen—, mejor siéntate en la silla, Astrid —dijo la enfermera, ayudando a la anciana a bajar de la cama las piernas de un blanco lechoso.
Cato Isaksen observó sus pantorrillas. Tenían líneas azul claro que parecían un tapiz. La anciana se reclinó pesadamente en el sillón.
Se acercó a ella, alargó la mano y notó el olor dulzón de la vejez en la habitación.
—Buenas noches, señora Wismer. Siento molestarla tan tarde, pero es completamente necesario. Soy de la policía. Levantó su identificación y miró rápidamente a su alrededor.
Junto a la cama Astrid Wismer tenía un aparador, una especie de anticuado tocador con un espejo ovalado. Estaba lleno de frascos de colonia, tubos y un montón de revistas. En la pared colgaban algunas fotos familiares. Un bebé rollizo con un lazo blanco de seda en el pelo y dos fotos de boda de los años cincuenta o sesenta. En otra foto reconoció a la que debía de ser Astrid Wismer, joven y morena, junto a los que serían sus padres y hermanos. Abajo del todo había una fila de tres cuadros bordados de rosetones con marco marrón.
La auxiliar se retiró un poco. De pronto, la mujer de la otra cama gimió bajito.
—Vaya, estoy tan despeinada… —sonrió Astrid Wismer echándose el cabello gris hacia atrás. Cato Isaksen se fijó en que era guapa, con ojos castaños y una dentadura bonita para ser tan mayor—. Esto es como estar en una jaula, suspiró —Cato Isaksen notó que tenía un marcado acento de la zona oeste de la ciudad, con una muy leve inflexión sobre la u–. Es verano, pero no vamos a ninguna parte. Es completamente horrible. En el fondo, es espantoso.
—Lo entiendo —sonrió el investigador. Su propia madre murió unos años antes en la residencia de Frogner. Sabía todo acerca de veranos claustrofóbicos—. Lamento tener que preguntarte si conocías a una mujer llamada Britt Else Buberg.
Astrid Wismer parecía desconcertada.
—Sí, sí, pasamos mucho tiempo juntas, las dos. Vive justo aquí al lado, en el número 16.
—¿Era una visitadora voluntaria?
—¿Era? ¿Qué quieres decir? Viene todos los días.
—¿Venía todos los días?
De pronto, la mujer parecía asustada.
—Sí, pero hoy no ha venido. ¿Qué pasa?
La auxiliar de manos cortas tomó la palabra.
—¿Era amiga tuya, verdad Astrid?
—Sí, una buena amiga —dijo Astrid Wismer despacio—, muy buena.
Cato Isaksen la contempló.
—La mujer que creemos que es Britt Else Buberg estaba sentada en su terraza de la séptima planta con un cigarrillo y una copa de vino. De repente, cayó al vacío. O alguien pudo empujarla.
—¡No! —exclamó Astrid Wismer llevándose las delgadas manos a la boca—. No fumaba. No fumaba —repitió.
Cato Isaksen cambió el peso de su cuerpo a la otra pierna.
—Analizaremos las colillas de los cigarrillos para saber si era ella quien fumaba. Puede haber tenido visita.
—Sí, pero…
—No sabrás quién la visitó hace una semana…
—No —dijo Astrid Wismer con voz clara.
—Su vecina os vio a los tres en el banco que hay frente a la tienda.
—¿Qué tres? ¿Qué quieres decir?
—Britt Else Buberg, tú y un hombre. De pelo gris, dijo. ¿Es correcto?
—No —respondió Astrid Wismer cortante—, se sienta mucha gente en ese banco. ¿Está malherida?
Cato Isaksen la miró. Antes de que pudiera responder, ella continuó:
—Empezamos a hablar en ese banco frente a la tienda. Hace unos años. Ella es mucho más joven que yo, claro, pero nos hicimos amigas. Soy viuda, y sólo me quedan unas pocas amigas. En realidad, sólo una, así que se hace triste estar aquí sentada todo el día.
—¿Habló alguna vez de que tuviera miedo de alguien? —Cato Isaksen mantuvo su mirada—, ¿te ha contado algo de alguien? Es importante que tengamos esa información ahora, antes de que pase demasiado tiempo.
—¿Miedo de alguien? No, ¿qué quiere decir en realidad, señor policía?
La auxiliar se puso en cuclillas frente a la silla, cogió su mano y la apretó. Levantó la vista hacia Cato Isaksen:
—¿No puede esperar con esto hasta mañana? Creo que está un poco cansada.
Se había dado la vuelta. Cato Isaksen cogió el vaso de agua vacío que había sobre la mesilla y se lo metió en el bolsillo.
—Lo entiendo, pero es que estamos hablando de un asesinato. Es importante que tengamos información…
—¿Asesinato? ¿Qué asesinato? ¿De qué habla usted?
La auxiliar se puso de pie, pero siguió sujetando en la suya la delgada mano de Astrid Wismer. Era como si le hubieran dado una descarga eléctrica. Sus manos se cerraron con fuerza. Su boca era una delgada línea. Respiró profundamente y miró hacia la cómoda. Se observó en el espejo ovalado. Luego empezó a reír histéricamente.