William Pettersen se inclinó sobre la moto. La Yamaha le llevaba donde él quisiera en muy poco tiempo. Era como una avispa irritada, como ir sentado sobre un barril de pólvora. Adoraba el sonido de los dos tubos de escape, notar la presión del viento contra el cuerpo según aumentaba la velocidad. Aceleró hasta adelantar a varios coches de una vez, como una flecha, y se puso detrás de un Audi Q7 gris.

La tripa apretaba contra el traje de cuero negro. La barriga se había hecho demasiado grande, en otoño se pondría a dieta. Reduciría el número de latas de cerveza. Pero ahora no, ahora era verano. Salió del camping por la mañana. Cortó el césped entre los bloques, regó las jardineras, barrió los senderos, recogió algunas botellas, bolsas de patatas fritas y tubos gastados junto al banco, frente a la tienda. Luego quitó las malas hierbas bajo las instalaciones de los juegos infantiles y comprobó que el muro, frente al supermercado barato, estaba lleno de grafitis otra vez. Malditos jovenzuelos. También había ayudado a un anciano a cambiar los plomos y había lavado sus camisas hawaianas. Ya se habían secado y estaban enrolladas en una de las maletas de la moto. Había cosas de sobra que hacer. Cuando llegara a Rødvassa, abriría una lata de cerveza, sacaría el juego de dados y contemplaría cómo la marea deshacía el paisaje de acuarela. Toda la vida había tenido la caravana aparcada en Son. Iba desde que era niño, nunca iba a otro sitio en las vacaciones, sólo hacía cortos viajes de ida y vuelta a Rødvassa. Así también evitaba tener que contratar un suplente. El trabajo de portero era un estilo de vida, mucho más que un trabajo. No le gustaba la idea de que cualquier desconocido anduviera por sus portales, cortara su césped, regara sus rosales, barriera sus senderos o cambiara sus bombillas. Tuvo un sustituto una sola vez, cuando tuvo una peritonitis aguda y le llevaron en ambulancia. Era invierno, y había que quitar la nieve y echar sal. Cuando regresó le llevó días conseguir que las cosas volvieran a fluir.

A veces le invadía una sensación desesperada de impotencia. Toda su razón para vivir eran tres bloques. ¿Era patético preocuparse tanto? El reto era convertirlo en un estilo de vida, ignorar las quejas de gente malhumorada y hacer que todos comprendieran que, a pesar de todo, era él quien decidía. Ahora la gente hablaba de poner barandillas nuevas. Increíble, como si las viejas no fueran lo bastante buenas. Acero y cristal, decían. Tonterías de diseño, decía él. No soportaba la idea de tener andamios, obreros, desorden y polvo durante meses. La gente se había hecho muy pija, incluso en Stovner.

Algunas veces deseaba tener su propio jardín. Una casita de verano. Era sólo un pensamiento, pero esos jardines de verano podían estar llenos de flores silvestres y paja. No necesitaban muchos cuidados.

La gente daba mucha lata. Ponían la música demasiado alta o llenaban el portal de arena. Algunos no recogían lo que sus perros dejaban. En una ocasión le había mordido un cocker spaniel. Ese mismo día el perrito pijo del sexto había arrancado tres plantas del portal A. No sólo las arrancó, sino que las cogió con la boca zarandeándolas de un lado a otro hasta ponerlo todo perdido de tierra. Luego las niñitas del séptimo y del octavo se habían negado a mover la manta en la que jugaban cuando iba a cortar el césped. Sintió que deseaba golpearlas hasta quitarles las ganas de vivir. Finalmente cortó iracundo el césped alrededor de la manta. Más tarde puso el aspersor junto a los rosales y llenó de corteza de árbol la jardinera que daba a la bajada a los sótanos. Después sólo tuvo que montarse en la moto y largarse de allí.