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Entre estos espasmos de luz,
en el frágil helecho, en la sombría
maleza: esperas,
dentro del laberinto de tu oído,
a que estalle
el trueno: entonces, el rugido
babélico, el silencio. Aquello hacia lo que divagas
no será nunca
lo que se oiga. Salvo el paso,
techado
bajo este doble cielo que mantiene
intacta su distancia. Y que se ensancha en tu interior,
en la boca
de la tierra partida, donde observas
cómo estas estrellas caídas
se debaten y arrastran hasta ti,
portando los obsequios del infierno.