ESPACIOS BLANCOS

Algo sucede y, desde el instante en que comienza a suceder, nada puede volver a ser lo mismo.

Algo sucede. O bien, algo no sucede. Un cuerpo se mueve. O bien, no se mueve. Y si se mueve, algo comienza a suceder. Y aun si no se mueve, algo comienza a suceder.

Viene de mi voz. Pero ello no significa que estas palabras sean siempre lo que sucede. Viene y va. Si sucede que yo hablo en este preciso instante, es sólo porque espero encontrar el modo de avanzar, de correr en paralelo a cuanto avanza y comenzar de este modo a encontrar el modo de ir llenando el silencio sin romperlo.

Pido a cualquiera que esté escuchando esta voz que olvide las palabras que dice. Es importante que nadie escuche con demasiada atención. Quiero, por así decirlo, que estas palabras se desvanezcan en el silencio del que provienen y que nada permanezca como memoria de su presencia, como prueba del hecho de que en un tiempo estuvieron aquí y ahora ya no están, y de que durante su breve vida parecían no tanto decir algo en particular como ser aquello que sucedía al mismo tiempo que un cuerpo se movía en un cierto espacio, de que se movían al tiempo que todo cuanto se movía.

Algo comienza y, desde ese mismo instante, deja de ser el comienzo, es otra cosa, algo que nos propulsa al corazón de cuanto sucede. Si de repente nos detuviéramos preguntando: «¿Adónde vamos?», o «¿Dónde estamos?», estaríamos perdidos, pues a cada instante dejamos de estar donde estábamos, nos hemos dejado irrevocablemente atrás, en un pasado que no tiene memoria, en un pasado borrado una y otra vez por un movimiento que nos lleva hasta el presente.

De nada servirá, pues, formular preguntas, ya que éste es un paisaje de impulsos aleatorios, de un conocimiento gratuito, es decir, de un conocimiento que existe, que cobra vida más allá de la posibilidad de que las palabras lo encarnen. Y si sólo por esta vez nos abandonáramos a la suprema indiferencia que es estar simplemente donde sucede que estamos, tal vez entonces no nos engañaríamos pensando que también nosotros nos habíamos convertido en parte del todo.

Pensar en el movimiento no meramente como una función corporal, sino como una extensión de la mente. Del mismo modo, pensar en el habla no como una extensión de la mente, sino como una función corporal. Los sonidos emergen de la voz para entrar en el aire y rodean y rebotan y entran en el cuerpo que ocupa ese aire, y, aunque no pueden ser vistos, estos sonidos son gestos, del mismo modo que una mano extendida en el aire hacia otra mano es un gesto, y en este gesto es posible leer el alfabeto entero del deseo, la necesidad que tiene el cuerpo de ir más allá de sí mismo, incluso mientras habita la esfera de su propio movimiento.

A primera vista, este movimiento parece aleatorio. Pero esta aleatoriedad no impide, en principio, la existencia de un significado. O bien, si la palabra significado no es la exacta, digamos entonces el sentido, o una impresión firme de lo que sucede, momento a momento, aun cuando cambia. Describirlo con todo detalle seguramente no es imposible. Pero harían falta tantas palabras, tantos flujos de sílabas, frases y cláusulas subordinadas, que las palabras se arrastrarían siempre a merced de lo que sucede y, mucho después de que todo movimiento hubiera cesado y cada uno de los testigos se hubiera dispersado, la voz que describe ese movimiento seguiría hablando, sola, oída por nadie, sumida en el silencio y la penumbra de estos cuatro muros. Y, no obstante, algo sucede, y a pesar de mí mismo quiero estar presente dentro del espacio de este momento, de estos momentos, y decir algo, aunque vaya a ser olvidado, que forme parte de este viaje durante el tiempo que haya de durar.

Nada sucede en el dominio del ojo desnudo que no tenga su comienzo y su término. Y, sin embargo, en ningún lugar encontramos el punto en el tiempo o el espacio donde podemos decir, sin sombra de duda, que aquí es donde comienza o aquí donde termina. Para algunos de nosotros ha comenzado antes del comienzo, y para otros de nosotros seguirá sucediendo después del final. ¿Dónde encontrarlo? No miren. O está aquí o no está aquí. Y todo aquel que trate de hallar refugio en cualquier lugar, en cualquier momento, nunca estará donde crea estar. En otras palabras, despídanse. Nunca es demasiado tarde. Siempre es demasiado tarde.

Decir la cosa más sencilla posible. No ir más lejos de aquello, sea lo que fuere, que está frente a mí. Comenzar, por ejemplo, con este paisaje. O, incluso, advertir las cosas más cercanas, como si en el diminuto mundo que hay ante mis ojos pudiera encontrar una imagen de la vida que existe más allá de mí, como si en cierto modo no comprendiera que cada cosa que hay en mi vida está conectada con otras cosas, que a su vez me conectan con la totalidad del mundo, con la infinitud del mundo que se alza en la mente, tan letal e incomprensible como el deseo mismo.

Por decirlo de otra forma. A menudo es necesario no nombrar aquello de lo que hablamos. El Dios invisible de los hebreos, por ejemplo, tenía un nombre impronunciable, y cada uno de los noventa y nueve nombres que la tradición asigna a este Dios no eran sino modos de aceptar aquello-que-no-puede-ser-dicho, aquello-que-no-puedeser-visto y aquello-que-no-puede-ser-comprendido. Pero incluso en un plano menos exaltado, en el dominio de lo propiamente visible, evitamos a menudo divulgar aquello de lo que hablamos. Consideremos la partícula «lo». Es «lo» de siempre, decimos, o ¿Cómo «lo» ves? Creemos que sabemos lo que decimos, y lo que queremos decir es que la partícula «lo» representa lo que no necesita ser dicho o lo que no puede ser dicho. Pero si lo que decimos es algo que nos elude, algo que comprendemos, ¿cómo podemos seguir diciendo que de verdad comprendemos lo que decimos? Y, sin embargo, sobra decir que lo hacemos. El «lo» de la frase precedente, por ejemplo, no es sino cuanto nos impulsa, de hecho, al propio acto de hablar. Y si la partícula «lo» es lo que continuamente reaparece en nuestro esfuerzo por definirlo, entonces hemos de aceptarlo como aquello que nos es dado de antemano, como la condición previa al hecho de decirlo. Se ha dicho, por ejemplo, que las palabras falsifican lo que tratan de decir, pero decir que «lo falsifican» es admitir de antemano que «lo falsifican» es verdad, de lo que se deduce que tenemos una fe implícita en el poder de las palabras para decir lo que quieren decir. Y, sin embargo, cuando hablamos, a menudo no queremos decir nada en particular, y esto es lo que sucede ahora, al sentir que estas palabras caen de mi boca y se desvanecen en el silencio del que vinieron. En otras palabras, lo que se dice se dice a sí mismo, y nuestras bocas no son sino instrumentos de ese decirse a sí mismo. ¿Cómo sucede? Pero nunca nos preguntamos acerca de «lo» que sucede. Lo sabemos, aunque no podamos formularlo con palabras. Y ese sentimiento que pervive en nuestro interior, ese secreto o conocimiento de tal modo afinado con el mundo, no tiene necesidad de aquello que pueda caer de nuestras bocas. Nuestros corazones saben lo que está en ellos, incluso si nuestras bocas permanecen calladas. Y el mundo sabrá lo que es, incluso cuando nada quede en nuestros corazones.

Un hombre emprende un viaje a un lugar donde nunca ha estado antes. Otro hombre regresa. Un hombre llega a un lugar sin nombre, sin señales físicas que le digan dónde está. Otro hombre decide regresar. Un hombre escribe cartas desde ningún sitio, desde el espacio en blanco que se ha abierto en su mente. Las cartas jamás son recibidas. Las cartas jamás son enviadas. Otro hombre emprende un viaje en busca de aquel primer hombre. Este segundo hombre se va pareciendo más y más al primero, hasta que también él es tragado por la blancura. Un tercer hombre emprende un viaje sin esperanza de llegar jamás a ningún lugar. Vaga. Sigue vagando. Durante todo el tiempo que permanece en el dominio del ojo desnudo, sigue vagando.

Permanezco en el cuarto donde escribo estas palabras. Pongo un pie delante del otro. Pongo una palabra delante de otra, y por cada paso que doy añado otra palabra, como si por cada palabra que yo dijera fuese a cruzar otro espacio, una distancia que mi cuerpo ha de llenar al moverse por el espacio. Es un viaje a través del espacio, aun si no llego a ningún sitio, aun si termino en el mismo lugar donde comencé. Es un viaje a través del espacio, como si entrara y saliera de muchas ciudades, como si cruzara desiertos o el borde de un océano imaginario, donde cada pensamiento naufraga en las impiadosas olas de lo real.

Pongo un pie delante del otro, y luego pongo ese otro pie delante del primero, que se ha convertido ahora en el otro y que volverá a convertirse en el primero. Camino entre estas cuatro paredes, y mientras esté aquí puedo ir adonde quiera. Puedo ir de un extremo al otro de la habitación y tocar una cualquiera de estas cuatro paredes, o incluso todas las paredes, una tras otra, del modo que yo quiera. Si me lo pide el cuerpo, puedo estar de pie en el centro del cuarto. Si me lo pide el cuerpo, puedo estar de pie en una cualquiera de las cuatro esquinas. Algunas veces toco una de esas cuatro esquinas, y de este modo establezco contacto con dos paredes a un tiempo. De vez en cuando, dejo que los ojos recorran el techo y, cuando estoy agotado de tanto esfuerzo, dejo que el suelo acoja mi cuerpo. La luz que fluye a través de las ventanas nunca proyecta dos veces la misma sombra, y en cualquier instante dado me siento al borde de descubrir alguna verdad terrible, inimaginable. Ésos son momentos de gran alegría para mí.

En algún lugar, se diría que invisible, y sin embargo más cercano a nosotros de lo que imaginamos (al fondo de la calle o en el barrio de al lado), alguien nace. En otro lugar, un coche acelera en mitad de la noche por una autopista vacía. Esa misma noche un hombre clavetea una tabla. De todo esto no sabemos nada. Una semilla se remueve invisible bajo la tierra y no sabemos nada. Las flores se marchitan, los edificios crecen, los niños lloran. Y, sin embargo, así y todo no sabemos nada.

Sucede y, mientras sucede, nos olvidamos de dónde estábamos cuando comenzamos. Más tarde, cuando hayamos viajado a partir de este momento y cubierto la misma distancia que nos separa del comienzo, nos olvidaremos de dónde estamos ahora. Finalmente, todos volveremos al hogar y, si algunos de nosotros carecen de hogar, esto seguirá siendo cierto: que dejarán este lugar para ir adonde tengan que ir. Por poco que sea, la vida nos ha enseñado al menos una cosa: quienquiera que esté aquí ahora no estará aquí luego.

Dedico estas palabras a las cosas de la vida que no comprendo, a todas y cada una de las cosas que mueren ante mis ojos. Dedico estas palabras a la imposibilidad de encontrar una palabra igual al silencio que se halla en mi interior.

Al principio, quería hablar de brazos y piernas, de saltos y caídas, de cuerpos que caen y giran, de vastos viajes por el espacio, de ciudades, de desiertos, de cordilleras que se extienden hasta donde la mirada alcanza. Poco a poco, sin embargo, mientras estas palabras comenzaron a imponérseme, lo que yo quería hacer pareció finalmente no tener importancia. De mala gana abandoné todas mis historias ingeniosas, todas mis aventuras en lugares lejanos, y comencé, lenta y dolorosamente, a vaciar mi mente. Ahora cuanto queda es vacío: un espacio, no importa cuán pequeño, en el que cualquier cosa que sucede puede suceder.

Y no importa cuán pequeñas, todas y cada una de las posibilidades permanecen. Hasta un movimiento reducido a una aparente ausencia de movimiento. Un movimiento, por ejemplo, tan diminuto como el propio respirar, el movimiento hecho por el cuerpo cuando inhala y exhala aire. Una vez leí un libro de Peter Freuchen en el que el famoso explorador ártico describe cómo quedó atrapado por una ventisca en el norte de Groenlandia. Solo, consciente de que se le agotaban las provisiones, decidió construir un iglú y esperar a que la tormenta amainara. Fueron pasando días. Temeroso, ante todo, de que le atacaran los lobos —pues podía oírlos merodear hambrientos por el techo del iglú—, tomó la decisión de salir periódicamente al exterior y cantar con todas sus fuerzas a fin de ahuyentarlos. Pero el viento soplaba ferozmente y, por muy alto o fuerte que cantara, sólo era capaz de oír el sonido del aire. Sin embargo, si éste era un problema serio, no menos grave era el problema planteado por el iglú. Pues Freuchen empezó a notar que los muros de su pequeño refugio se cerraban sobre él. Debido a las particulares condiciones climáticas que reinaban en el exterior, su aliento se congelaba literalmente en los muros, y con cada nuevo soplo los muros engordaban y el iglú empequeñecía, hasta que en cierto momento apenas quedó espacio para su cuerpo. No deja de ser aterrador imaginar que nuestro propio aliento puede enterrarnos en un ataúd de hielo. Aterradora situación, sí, y a mi juicio, más convincente que «El pozo y el péndulo» de Poe, por poner un ejemplo. Pues en este caso el hombre es el agente de su propia destrucción; más aún, el instrumento de su destrucción es precisamente aquello que necesita para mantenerse con vida. Pues es indudable que un hombre no puede vivir si no respira. Aunque, a la vez, si respira no vive. Curiosamente, no recuerdo cómo logró Freuchen escapar de aquella trampa. Pero, sobra decirlo, escapó. El título del libro es, si recuerdo bien, Arctic Adventure. Lleva muchos años descatalogado.

Nada sucede. Y aun así, no es nada. Invocar cosas que jamás han sucedido es noble, pero qué dulce permanecer en el dominio del ojo desnudo.

Se reduce a esto: a que todo debería contar, a que todo debería ser parte del total, incluso aquello que no comprendo o que no puedo comprender. El deseo, por ejemplo, de destruir todo lo que he escrito hasta ahora. No por malestar ante lo inadecuado de estas palabras (aunque siga siendo una posibilidad evidente), sino más bien por la necesidad de recordarme a cada instante que las cosas no tienen por qué suceder de este modo, que siempre hay otra forma, ni mejor ni peor, de que las cosas tomen forma. En última instancia, me doy cuenta de que probablemente carezco de poder para influir en el resultado de la más mínima ocurrencia, sin embargo, y aun a pesar de mí mismo, en un acto de fe ciega, quiero asumir la responsabilidad de todo lo que suceda. Y de ahí este deseo, esta necesidad irresistible de tomar estos papeles y esparcirlos por el cuarto. O bien, de avanzar. O bien, de comenzar de nuevo. O bien, de avanzar, como si cada instante fuera el comienzo, como si cada palabra fuera el comienzo de otro silencio, de otra palabra más silenciosa que la anterior.

Papeles rotos. Un último cigarrillo antes de retirarme. La nieve cayendo sin fin en la noche invernal. Permanecer en el dominio del ojo desnudo, tan feliz como lo estoy ahora. Y si esto es mucho pedir, entonces que se me otorgue su memoria, un modo de volver a este instante en la oscuridad nocturna que volverá a devorarme. No estar jamás en otro lugar que no sea éste. Y el vasto viaje sin fin a través del espacio. En cualquier lugar, como si todos y cada uno de los lugares estuvieran aquí. Y la nieve cayendo sin fin en la noche invernal.

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