Mayo 8

El Padre Carlos nos quitó el N° 3 de «Chistelandia» porque el idiota de Urquieta lo llevó al comedor, y se le quedó en el asiento. Entonces el Padre lo mandó llamar, y le preguntó, y el muy bocón soltó todo. Y lo peor es que en ese número casi todos los chistes eran sobre el Padre Carlos.

Gómez y yo tuvimos que ir donde el rector, que nos esperaba con la revista en el escritorio. Con cara muy grave nos preguntó si nosotros hacíamos esa revista.

—Sí, Padre —le contestamos en coro.

—¿Son ustedes los que escriben todo lo que sale en ella?

—No, Padre.

—¿Pueden decir, entonces, quién tiene el atrevimiento de burlarse del Padre Carlos?

—No, Padre.

—En ese caso, asumen ustedes la responsabilidad, y por lo tanto, sufrirán el castigo.

—Nosotros no lo escribimos —dijo Gómez.

—Ustedes lo aceptaron en su revista y responden por ella.

—Es que ésa no era la intención —dijo Gómez.

—¿Cuál era la intención? —preguntó el rector.

—Descubrir por la letra quién era el que le mandó un anónimo a éste —dijo Gómez, apuntándome.

—¿Y han descubierto quién fue?

—No, Padre. Se nos olvidó averiguarlo, porque hemos tenido tanto que hacer con la revista.

—De modo que ustedes hacen una revista para averiguar de un anónimo y publican ofensas gratuitas a sus profesores.

—Gratuitas no, Padre. Pagadas.

—¿Cómo pagadas?

—Pagamos veinte pesos por cada chiste.

—De manera que encima le pagan al que ofende.

—Sí, Padre.

—No, Padre.

—En fin, terminemos esto. Quedan los dos arrestados por toda la semana y sin salida el domingo. A la próxima revista con ofensas los expulsaré del colegio.

A la salida, Gómez me dijo:

—¿Por qué no dijiste que fue Urquieta el del chiste del rumiante? Nos habríamos librado del castigo. Además, yo tenía un paseo el domingo.

—¿Por qué no lo dijiste tú? —le contesté yo.

Quedamos un poco peleados, pero a la salida se nos juntaron unos cuantos para saber lo que había pasado con el rector. Algunos se rieron de sabernos castigados y otros dijeron que éramos unos grandes tipos. Pero Gómez y yo teníamos tanta rabia, que nos fuimos derecho a comparar los chistes del primer «Chistelandia» con el papelito mío y descubrimos que era de Urquieta. Más rabia nos dio de estar castigados por su culpa. Y yo me fui derecho donde él, me le puse al frente y, en pleno patio, le dije:

—¡En guardia! ¡Esta es por el anónimo! —y le mandé una cachetada. Cuando se enderezó, le dije—: ¡Esta es por robarme el diario! —y le mandé otra, y, cuando me iba a pegar, le mandé la tercera con—: ¡Esta va por el castigo de Gómez y yo!

Urquieta se cayó al suelo y se hizo el aturdido en el mismo momento en que aparecía el Padre Carlos. Entonces los chiquillos lo levantaron y armaron tal gritería de: —¡Ahora la llevas tú!— y corrían como jugando desaforados y se caían y todo, hasta que Urquieta quedó como uno de tantos del juego y no pudo acusarme.

Después, en el comedor, me dijo: —Tú te crees muy gallito, ¿no es cierto? Pero el que me la hace a mí, me la paga. Y te la tengo jurada. Tendrás que arrepentirte de tus tres cachetadas.

Pero yo no le tengo miedo.