Enero 1

La Domitila todavía no se ha muerto. Yo hice una promesa para que no se muriera y prometí ser santo. Hoy regalé todas mis cosas, porque para ser santo es necesario regalarlo todo. Todo, menos mi pelota de fútbol, mi escopeta, mi revólver y otras cosas que necesito. Yo no me creo santo porque los santos nunca se creen que lo son. Me gustaría que Javier también fuera santo y me regalara su raqueta. Cuando yo sea santo, voy a hacer verdaderos milagros y que los pobres tengan aviones y cosas por el estilo.

Hoy es año nuevo, el aniversario del día en que Dios hizo el mundo. ¿Qué día sería antes?

Me cargan los días de fiesta, porque ya son; prefiero el día antes, porque entonces es «mañana» el día de fiesta.

Sin querer estoy escribiendo mi diario, pero si no escribo, no puedo dormir con este negocio de la Domitila. También es bueno dejar su diario cuando uno se muere para que la gente comprenda lo que uno era por dentro y conozca sus intenciones.

Inventé una oración, y eso que no tengo más que ocho años. La repartí a todos, porque tiene mil años de indulgencia.

Hoy hubo pollo para el almuerzo y postre de helados de fresas, y para la comida, lo que sobró del almuerzo. Pusieron las copas finas y una se quebró en mi asiento. Me gusta que vengan visitas porque así no hay boche en las comidas. A mí no me alcanzó postre, pero no importa, porque me lo había comido antes.

Ahora que no tengo útiles para hacer mis experimentos, tengo que hacerlos con las cosas de otro. Por eso le pedí a Miguel, el jardinero, que me diera un alicate y un alambre. Y tuve que regalarle dos corbatas de mi papá. Papá tiene demasiadas corbatas, y eso es como avaricia, y también hace que Miguel se ponga comunista.

Resulta que junté los alambres del teléfono con los de la lamparita del velador de mi mamá. Lo que yo quería era ver si salían luces del teléfono y voces de la lamparita. Pero nada de eso.

Cuando se hizo de noche, la casa estaba a oscuras y no había a quién llamar porque era día de fiesta y porque estaba descompuesto el teléfono. Pero yo saqué como pude mi instalación, y cuando llegó mi papá cambió los tapones y ¡listo! Ni siquiera hubo alboroto. Siempre es así: cuando uno cree que se va a armar la grande, no pasa nada.

Parece que se murió la señora de la casa de enfrente y había quince autos en la puerta y dos Mercedes Benz de ocho cilindros.