Enero 11

Por fin llegamos a la costa. Se llama Viña del Mar y la estación es muy fuñingue. La casa tiene jardín con flores muy lindas, pero todo lo demás es feo. Lo terrible de la costa es que se siente tanta hambre que uno tiene que pasársela en la cocina. Además no hay cómo entretenerse. Uno no puede ir a la playa todavía y quieren que esté contento.

Resulta que se me ensuciaron los pantalones con ese aceite que había en un tarro y los lavé y quedaron peores. Mi mamá me retó porque andaba en traje de baño, pero yo le dije que quería acostumbrarme. Creo que lo mejor será que meta los pantalones enteros en el aceite ése y así quedarán parejos.

Los metí y tuve que ponerlos a secar debajo del colchón para que no los vieran y resulta que se retrataron en el colchón que no es de nosotros. Ya es de noche y todavía no se piensan en secar y yo no sé si mañana tenga que estar enfermo o cosa por el estilo. No puedo ir a la playa sin pantalones.

Se me ha ocurrido una cosa estupenda. Le pedí prestados unos pantalones a Javier, es decir, se los arrendé por tres pesos. Me quedaban tan largos que tuve que cortarles una tajadita y Javier armó un boche y dijo que me iba a acusar y tuve que regalarle mi escopeta. De todas maneras, ya puedo ir a la playa y no me importa no tener escopeta en la costa.

En mi cuarto hay olor de garaje.