Enero 26

Resulta que mi jaibita Manuela ya estaba muerta cuando la operé. Porque no se movía y tenía verdadero olor de muerte. Se habría muerto del tumor, la pobrecita.

Pero lo peor fue en la tarde, cuando mi mamá abrió el armario y dio un grito: «¡Jesús! Esto apesta a pescado podrido», y cerró la puerta de golpe. Llamó a la Domitila y le hizo sacar todo de adentro y claro que debajo de las chombas encontraron cada uno de mis tarros del criadero.

Mi mamá estaba furiosa y decía que esas chombas no se podrían volver a usar y me buscaba y me buscaba por toda la casa.

Pero yo estaba jugando al invisible y no me podía encontrar y retaba a Javier y él juraba que él no era, pero de todos modos, le sirvió el reto a cuenta de los que yo me he llevado por él.

Cuando uno es invisible no puede toma té y se siente un hambre terrible, porque hay que esperar que la Domitila se tome sus tres tazas bien descansadas para que se vaya de la cocina.

Entonces uno entra y se come lo que encuentra, y si encuentra el postre de la comida, tiene que comérselo porque el hambre es peor que una enfermedad. Y, aunque uno sabe que se puede armar boche por lo del postre, se lo come y se lo come porque no se puede aguantar.

Después tiene que seguir invisible, y uno siente que llaman al garaje para saber si uno está ahí, y preguntan y preguntan y no saben qué pensar. Pero cuando uno es invisible, aunque le den pena los que lo busquen, uno no puede aparecer y sigue invisible. Y, de repente, le da miedo de quedarse invisible para toda la vida. Y da como sueño y flojera de que lo vuelvan a ver y uno bosteza y bosteza…