Enero 22

Ya sé lo que llaman desengaños de la vida. Hoy tuve uno tremendo. El desengaño más atroz, creo. Se siente en el pecho como una agüita caliente que corre suave hacia la garganta y se instala ahí. Es un gran sufrimiento desengañarse. Ayer, cuando mi papá y mi mamá se fueron donde el señor Ruletero y Javier a la casa de enfrente, yo me puse los pantalones de aceite y me ensucié la cara y la camisa y a pie pelado me fui andando, con los ojos mirando para arriba y un jarrito en la mano y un letrerito que decía: «Una limosna para el cieguecito». Y a cada rato me echaban pesos y más pesos y yo los guardaba sin mirarme el bolsillo sino que los contaba a puro dedo y ya llevaba como veinte, cuando una que me había echado el peso veintiuno me tomó del brazo y me dijo: «¡Papelucho en persona!».

Yo no quería mirar porque era de esos ciegos de vista al cielo: pero resulta que tuve que ver quién era: ¡y era la tía Pepa en persona!

Se reía a carcajadas y me preguntaba por qué estaba pidiendo limosna y yo no sabía qué contestarle.

—¿Y cuánto has juntado? —me preguntó.

—Más de diez pesos —le dije.

—¿Y qué vas a hacer con ellos?

—Pagar muchas cosas. —No quise decirle que era para ayudar a mi madre y a mi padre. En todo caso, me dio tanto miedo que ella fuera a armar boche, que le supliqué que no dijera nada.

Es claro que la muy habladora llegó con el cuento a la casa del señor Ruletero, porque cuando volvió mi mamá, ya venía furiosa conmigo y me retó tanto que no tuve ni tiempo de explicarle que yo lo hacía por ella y en pago de mi buena acción me dejó castigado, sin salir todo el día de mañana.

Eso es lo que pasa por ser tan bueno.