Finca del Mandrinn, Solaris VII

Marca de Tamarind, Mancomunidad Federada

Aunque sabía que podía costarle la vida, Deirdre Lear actuó en el momento en que el capitán le dio la espalda. Desde su posición en el suelo, se impulsó hacia adelante con las manos y se incorporó a toda prisa. Adelantó el pie derecho y alcanzó al capitán por detrás de las rodillas. Cuando éste empezaba a caer, el estruendo de unos disparos resonó alrededor sin conseguir penetrar en su conciencia mientras corría para salvar a su hijo.

Rodando sobre su rodilla izquierda, Deirdre hizo caso omiso a las balas que pasaban por encima de su cabeza, a los destellos de luz y a las explosiones. Siguió el recorrido del capitán y, cuando éste aterrizó sobre su ancha espalda, ella levantó la mano derecha. La bajó con fuerza, con los dedos estirados y le dio en la garganta con las yemas.

La artista marcial que había en ella sabía que el golpe le rompería la tráquea como si fuera un tubo de cartón reblandecido.

La doctora sabía que el hombre se ahogaría.

A la madre que había visto cómo golpeaba a su hijo no le importaba.

David se deshizo de los brazos del hombre y corrió hacia ella. Deirdre lo abrazó y lo besó mientras esperaba la bala que le arrebataría la vida. No quería morir, pero, si tenía que ser ahora, se regocijaría en el último momento con David.

—Doctora Lear.

La voz, metálica y distante, le hizo caer en la cuenta de que los disparos se habían desvanecido. Abrió los ojos y vio a los hombres que la habían capturado esparcidos por el suelo. Las sombras ocultaban a la mayoría de ellos, pero habría jurado que veía partes despegadas de los cuerpos a los que habían pertenecido anteriormente.

Apretó la cara de David contra su pecho para que no pudiera ver aquella carnicería, se levantó y se giró. Lo que vio entonces le dejó la sangre helada y le cortó la respiración. Sus rodillas empezaron a temblar, pero ella se armó de valor y se negó a bajar la guardia.

Una decena de descomunales figuras humanoides se acercaron hacia ella a través de las sombras. La brillante luz tintaba de oscuridad la mitad de sus cuerpos y resaltaba el plumaje verde jade y el ojo ámbar llameante que tenían pintado en los cascos de su armadura de exosqueleto. La figura que iba en cabeza extendió su brazo izquierdo hacia ella en un gesto amistoso; su ternura contrastaba con la garra de tres dedos de una mano y la pistola humeante que llevaba colgando del antebrazo.

Es imposible. ¿Cómo pueden estar aquí? Deirdre empezó a temblar. ¡Debo de estar muerta y éste debe de ser mi propio infierno!

La garra le hizo una señal para que se acercara.

—No sé si me recuerda, doctora, pero ya nos conocemos. Soy Taman Malthus y éstos son mis hombres. Kai Allard-Liao nos pidió que la escoltáramos a casa.